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Las mil caras de la unidad




Se habla de unidad en el contexto de la diversidad cultural de los pueblos mayas. Al finalizar el periodo posclásico, las grandes ciudades de las planicies de El Petén pasaron a ser historia y los pobladores de Mesoamérica se asentaron en tres ciudades-estado en Yucatán, en el sur de México: Mayapán, Uxmal y Chichén Itzá. Estas ciudades siguieron guerreando entre ellas hasta que Mayapán prevaleció. Las insurrecciones también acabaron por ponerle fin a Mayapán y sus habitantes cocomes emigraron a Sotuta.


Lo que sobrevivió de la población maya se pasó a vivir a un mosaico de valles grandes y pequeños, localizados en el extenso altiplano entre México y Guatemala, coronado por la Sierra Madre. Ya no había más imperios ni grandes reinos. Cada tribu o pueblo, cada ajawaren, se acomodó en su esquina entre las montañas, donde encontró suelos fértiles gracias a la abundancia de volcanes y cerros, que producían tierra arenosa, suelta y bien irrigada.


Los ahora 22 pueblos de ascendencia maya fueron desarrollando sus propios idiomas, creencias religiosas, variedades de maíz y costumbres, aunque manteniendo elementos comunes, tales como aspectos de la cosmovisión, los calendarios y los nawales. Esto se dio gracias a que mantuvieron un alto grado de autonomía, en gran parte a causa de la topografía montañosa y accidentada, que los aislaba unos de otros.


A raíz de la Conquista y la Colonia, casi todos los descendientes de los mayas se volvieron católicos y después evangélicos, aunque sin perder del todo sus creencias ancestrales. Los kaqchikeles siguen honrando a las deidades del fuego, el agua, la tierra y los cerros, y haciéndoles ofrendas; los q’eqchi’es mantienen como su divinidad principal al Tz’ul Tak’a, el dios del cerro y el valle, «la presencia visible de Dios invisible»; los achíes creen en uk'u'x kaaj, uk'u'x uleew, corazón del Cielo, corazón de la tierra; y en la tradición tz’utujil se considera al Rilaj Maam, el gran abuelo amarrado representado por Maximón, como el protector y restaurador de la comunidad. Cada uno de los pueblos de ascendencia maya resultó teniendo sus propias creencias, idioma, comida, tejidos y costumbres.


Estas creencias y costumbres pueden ser fuente de discrepancias. Como es de esperar, cada pueblo considera que su propia y particular cultura, su idioma y sus tradiciones son lo más representativo de lo maya, en comparación con los demás. También, en cada pueblo hay uno o varios sistemas de autoridad y liderazgo, y sus intelectuales se consideran como los auténticos herederos del pensamiento maya. Estos dirigentes tienen la autoridad para guiar a sus paisanos, aunque no pueden esperar que los habitantes de los demás pueblos les hagan el mismo caso; en los demás pueblos también hay otros líderes, con sus propios seguidores. Ningún dirigente está dispuesto a abandonar el lugar que ocupa en su comunidad; su primer impulso es conservarlo, aunque no le paguen por hacerlo y sea más bien un asunto de honor.


Entre el idioma, las costumbres, las deidades espirituales, la comida y la vestimenta, los pueblos de ascendencia maya tienen mil facetas que los diferencian unos de otros. Entenderlo es fundamental para hablar de unidad. Por definición, sólo se puede unir lo que es diferente, pues lo que es igual no necesita unidad, ya que es homogéneo y la misma cosa. Son las diferencias las que claman por unidad en torno a elementos comunes de más alto nivel, que sean más importantes que la comida o los diseños de un huipil.


¿Cuáles podrían ser esos elementos comunes de mayor importancia?


El principal nos remonta a los orígenes de la cultura maya. Las primeras ciudades mayas se establecieron unos 1,000 años antes de la era cristiana, a lo largo de la frontera norte entre Guatemala y México. Entre ellas se encuentra Aguada Fénix, a 20 kilómetros de Laguna del Tigre y a unos 70 kilómetros del otro sitio considerado de los primeros asentamientos mayas, Nakbé, en la cuenca de El Mirador.


Esta cuenca está formada por bajos o humedales y montes bajos, cubiertos de densa selva tropical virgen. Hace 3,000 años era una zona de gran riqueza natural, con abundante agua, fauna y flora, que facilitaron la recolección de alimentos y después la agricultura. Por ello y desde sus inicios, la cultura maya estuvo llena de agradecimiento y respeto hacia la naturaleza, características que permearon su pensamiento y se hicieron extensivas a los animales, a las demás personas y a las comunidades; esto sin perjuicio de que hayan continuado las guerras y rivalidades entre los diferentes grupos humanos.


Por el contrario, según la Biblia, el judeocristianismo se originó cuando Abraham viajó con toda su familia desde Ur Kásdim hacia Canaán, por todas las márgenes del desierto de Arabia. El judaísmo y luego el cristianismo se siguieron desarrollando en las zonas desérticas del Sinaí, Golán y la misma Canaán, adquiriendo la mentalidad típica de vivir entre las carencias de un desierto, tales como falta de agua y escasez de alimentos. Esta mentalidad conlleva un alto grado de ansiedad por las cosas materiales, competencia entre vecinos para asegurarlas, mentiras y engaños para obtenerlas, la necesidad de conquistar la naturaleza y el consuelo imaginario de sentirse los favoritos de Dios, para ver si así no les falta nada.


La Conquista y la Colonia impusieron esta forma de pensar judeocristiana sobre las poblaciones mayas de Mesoamérica. Éstas se convirtieron al Cristianismo, muchas veces por la fuerza, pero otras veces también por las buenas, como en la Verapaz. El resultado es una sobreposición de formas de pensar, debajo de la cual subyacen elementos del pensamiento maya original.


El agradecimiento y el respeto, entre otras cosas, distinguen a los mayas del judeocristianismo y por ende de lo criollo y lo ladino. Asimismo, el respeto hacia la comunidad genera impulsos de cooperación ausentes en el judeocristianismo. Por encima de los trajes, el idioma, la comida y las deidades particulares, el agradecimiento, el respeto y el sentido de comunidad son valores compartidos por los descendientes de los mayas y están presentes en los mayas de la actualidad, a pesar de las influencias de la Conquista, la Colonia y el racismo que las ha acompañado desde el principio.


Hay otro elemento de unidad, que consiste en hacerle frente al opresor común, en este caso el estado y la sociedad predominantemente criolla, ladina, centralista y a veces paternalista. Se requiere unidad para recuperar los derechos inherentes a los pueblos indígenas. Sin embargo, es más importante afirmar los elementos positivos que los de oposición.


No es posible la unidad sin la diversidad. Por ello, en vez de criticar la diversidad se debe afirmarla. A la vez, reconocer por sobre todas las cosas los elementos en común, como el agradecimiento, el respeto y el sentido de comunidad. No importa que unos reverencien al Tzul tak’a y otros a Maximón o a los cerros, ni tampoco que se vistan diferente. Es necesario apreciar las mil caras que nos diferencian mientras afirmamos lo esencial que nos une. Las características esenciales del pensamiento maya enriquecen la cultura en que vivimos y pueden servir de base para las grandes transformaciones políticas que se vislumbran en el horizonte.


Estas transformaciones políticas ya se ven venir y consisten de una afirmación cada vez mayor de las identidades de los pueblos, hasta llegar a la autonomía y la autodeterminación. Sólo así podrá salvaguardarse una cultura milenaria, que ofrece el potencial de una visión alternativa a la deteriorada propuesta occidental judeocristiana, imbuida del materialismo que sostiene al pensamiento neoliberal. La unidad de los pueblos es necesaria para lograr estas transformaciones y generalizar los aportes del pensamiento maya al resto de la Humanidad.


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