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A esos hermanos se les pasan las manos

Hace unos tres mil años vivía en Canaán un hombre llamado Abram. Era un tipo como todos, con sus defectos y debilidades, excepto que según la tradición judeocristiana se le apareció Dios. En esa aparición le cambió el nombre a Abraham, que quiere decir padre de muchas naciones y a su guapa esposa Sarai le cambió el nombre a Sarah, y la declaró madre de naciones.


Para entonces ella tenía ya noventa años y aún no le había dado a Abraham ninguna descendencia, por lo que le sugirió que preñara a su sirvienta egipcia Hagar. Ni lento ni perezoso, Abraham siguió su consejo. Al saberse encinta a Hagar se le subieron los humos, se portó soberbia con su patrona y ésta la echó de la casa. Un ángel de Dios la encontró desconsolada a la orilla de un pozo en el desierto y le dijo que regresara con su patrona y que cuando su hijo naciera le pusiera Ismael, prediciendo que iba a ser un muchacho peleonero y conflictivo, pero también que se iba a multiplicar y su descendencia iba a ser tan numerosa como las estrellas.


Hagar regresó a la casa de Abraham y Sarah la recibió de vuelta. Haciéndole caso al ángel, cuando su hijo nació le pusieron Ismael, pero al poco tiempo Sarah también resultó embarazada, como pasa cuando una pareja infértil adopta un niño. Siguiendo las instrucciones de Dios, al hijo de Sarah le pusieron Isaac y fue ungido como heredero del pacto de Dios con Abraham, con la salvedad de que Dios les advirtió a todos que Ismael también era bendito e iba a ser fructífero, y padre de muchas naciones.

Según la tradición abrámica, los descendientes de Ismael son los árabes y los de Isaac los judíos.


Pasaron mil años, los romanos conquistaron el mundo conocido incluyendo Canaán, nació Jesús, hizo prodigios y trató de revolucionar la teología hebrea y la condición de los judíos bajo el yugo romano. Algunos de los descendientes de Isaac se hicieron sus seguidores, otros no y los romanos, considerándolo sedicioso, lo crucificaron.


Cien años más tarde, los judíos se rebelaron contra los romanos y establecieron un estado independiente. Los romanos mandaron a seis de sus legiones con refuerzos y aplastaron la rebelión, despoblando casi por completo las comunidades judías, renombrando a esa zona Siria Palestina y prohibiendo la entrada de los judíos a Jerusalén, excepto en el día Tisha B'Av, dedicado al ayuno y la abstinencia. Con sus ciudades devastadas, más de medio millón de muertos y el resto disperso a través de los mercados de esclavos romanos, los judíos lanzaron su diáspora; con ellos se fueron también algunos cristianos, quienes para encajar mejor con el imperio romano molificaron las enseñanzas de Jesús, haciéndolo parecer más paz y amor de lo que en realidad había sido.


Los descendientes de Ismael también se fueron regando por todo lo que hoy es el mundo árabe. Algunos se quedaron viviendo en Palestina, como lo habían hecho desde los tiempos de Abraham. Así lo hicieron también algunos de los descendientes de Isaac que lograron escapar de la persecución romana.


En su diáspora, los judíos tuvieron que ingeniárselas para sobrevivir. Se sentían perseguidos a causa de la represión romana, pero les ayudaba creerse los favoritos de Dios, gracias al pacto de Éste con Abraham e Isaac. Por tradición, cultivaban el lenguaje escrito y hablado y eso los hacía cultos; al fin y al cabo, sus ancestros habían escrito el Viejo Testamento. Sin llegar a convertirse, coexistieron con la vertiginosa expansión del cristianismo e interactuaron con los cristianos en lo social y en lo comercial.


Los cristianos también fueron perseguidos por los romanos, pero la situación cambió con el edicto de Tesalónica del año 390, cuando Teodosio declaró el cristianismo la religión oficial del imperio y a todos los demás «dementes y locos», incluyendo a los judíos, intensificando su persecución. Los cristianos les tenían ojeriza a los judíos por haber menospreciado a Jesús, pero dependían del Viejo Testamento para su propio mito de creación, mientras que los judíos consideraban a los cristianos politeístas, aunque miraban con asombro y admiración que el cristianismo se estuviera expandiendo con tanta rapidez.


Abraham, Sarah, Ismael e Isaac vivieron en condiciones difíciles. Pertenecían a tribus errantes que se ganaban el sustento en desiertos infértiles. Esa vida de carencias provocaba una gran ansiedad por tener cosas materiales, materialismo que se manifestaba a veces como codicia y antropocentrismo, pues había que conquistar la tierra a como diera lugar. También alimentaba la competitividad porque los recursos no alcanzaban para todos, fomentando la creencia de que el fin justifica los medios; las personas y las tribus tenían que ver cómo se aventajaban los unos a los otros. Éstas son características humanas, pero el Viejo Testamento las sacralizó como ningún otro texto religioso lo había hecho y los cristianos y judíos adoptaron estas actitudes, a menudo en forma inconsciente.


El mensaje que los cristianos de los siglos I y II le atribuyeron a Jesús, «amaos los unos a los otros» y «a tu prójimo como a ti mismo», sirvió de contrapeso a los antivalores del Viejo Testamento. Aunque Levítico 19:18 dice «No te vengarás ni guardarás rencor contra los hijos de tu gente, sino amarás a tu prójimo como a ti mismo», el mensaje está dirigido «...a toda la congregación de los hijos de Israel…» pero no a extraños, como indica la referencia a «tu gente». El mismo Jesús dirigió sus mensajes a los judíos y luego la diáspora inducida por las matanzas romanas los universalizó. Sin embargo, al no aceptar el cristianismo, los judíos se sintieron menos maniatados por estos mandamientos de amor y tolerancia al prójimo no judío, más libres para practicar los antivalores inconscientes contenidos en el Viejo Testamento, lo cual les daba algunas ventajas sobre los cristianos en la lucha por sobrevivir.

Los judíos habían menospreciado a Jesús y los saduceos y fariseos contribuyeron a o apañaron su muerte, pero los cristianos seguían dependiendo del mito de creación judío. Esto les debe haber causado algún grado de despecho u ojeriza. También, al no aceptar las enseñanzas cristianas, los descendientes de Isaac podían ejercer su muy humano materialismo, codicia, competitividad y la creencia de que el fin justifica los medios con mayor impunidad moral, mientras que los cristianos tenían mayor obligación de amar al prójimo en general y deben haber sentido que estaban jugando en desventaja respecto de los judíos.


Éstas pueden haber sido diferencias pequeñas y con seguridad no estaban presentes en todos los involucrados, pero la ley física de «dependencia de sensibilidad a las condiciones iniciales» las fue haciendo cada vez más grandes y significativas, hasta que se volvieron lo que hoy se conoce como antisemitismo; expresión inexacta porque Sem era antepasado de Abraham y por lo tanto también de los árabes.


Al desintegrarse el imperio romano, Palestina pasó a ser parte del imperio bizantino, con sede en Constantinopla. Árabes y judíos siguieron compartiendo los mismos espacios físicos y mentales, al punto que a finales del siglo IV un grupo de árabes de Yemen se convirtió al judaísmo. Dos siglos después, nació en Meca un descendiente de Ismael llamado Mahoma y en 610 se convenció de que se le había aparecido un ángel enviado por el mismo Dios de los judíos. Las revelaciones que compartió con familiares y amigos le ganaron adeptos, pero también detractores, por lo que en 622 se tuvo que ir de Meca a Medina, marcando el inicio de la era musulmana. Desde allí lanzó ataques contra sus oponentes y regresó triunfal a Meca, dándoles a sus seguidores nuevos referentes geográficos y lugares sagrados fuera de Palestina, la cual dejó de ser tan importante.


Armados con su nueva religión, que privilegiaba el poder de Dios, la generosidad y la verdad, condenaba la usura y le permitía a cada hombre tener cuatro mujeres, los musulmanes conquistaron el Oriente Medio, incluyendo Palestina y Jerusalén; también Persia, Egipto, Siria, Afganistán, África del Norte, lo que hoy es España y Portugal y cruzaron los Pirineos, hasta que Carlos Martel les marcó el alto en Poitiers, Francia, en 732. Se siguieron expandiendo en los demás frentes y para 1070 los seleúcidas musulmanes estaban a las puertas de Constantinopla, capital del imperio bizantino, el heredero Oriental del imperio romano.


Los cristianos reaccionaron y en 1095 el papa Urbano II lanzó la primera cruzada contra musulmanes y judíos. La segunda retomó Jerusalén en 1099, causando matanzas de musulmanes y judíos, mujeres y niños. Esto provocó que entre los musulmanes surgiera el espíritu del yihad o guerra santa, aunque desde el principio, como lo había predicho el ángel de Dios, la historia del Islam estuvo marcada por guerras y asesinatos fratricidas. Puesto que los cruzados siempre regresaban a sus tierras, los musulmanes seguían hostigando Jerusalén, lo que ocasionó varias cruzadas más, en las cuales los cristianos también se aprovechaban para dedicarse al pillaje y al saqueo.


Para frenar estas incursiones, el emperador musulmán egipcio Saladino reconquistó Jerusalén en 1187. Los cristianos lanzaron otra cruzada y Ricardo Corazón de León logró llegar hasta la Ciudad Santa, pero con fuerzas tan diezmadas que prefirió pactar con Saladino, quien también ya estaba harto de tanta guerra. Según ese pacto, los cristianos que llegaran desarmados podían entrar sin problemas a Jerusalén.


En 1215, el Concilio Católico de Latran les prohibió a los judíos hacer casi todo, menos ejercer la usura, prohibida para los cristianos. Más tarde el papa Alphonse se la prohibió también a los judíos, pero esta nueva medida sólo duró tres años, con seguridad porque los cristianos necesitaban que los judíos les prestaran dinero.


Se organizaron varias cruzadas más. En 1228, Federico II de Alemania recuperó Jerusalén y se autoproclamó rey de la ciudad y también de Belén y Nazaret. Los musulmanes la volvieron a tomar en 1244 y los cristianos lanzaron otro par de cruzadas más, sin tener éxito. Los turcos mamelucos tomaron el poder en Egipto en 1250 y mantuvieron el control de toda la zona en nombre del Islam, repeliendo incursiones de cristianos y mongoles. También abrieron Palestina a la inmigración judía y así fue como algunos tataranietos de Isaac iniciaron su retorno a la antigua Canaán.


En 1267 un rabino estableció en Jerusalén una sinagoga, que perdura hasta nuestros días. En 1488 otro judío se dedicó a organizar comunidades, de manera que hacia fines de ese siglo había unas 250 familias judías en Jerusalén, 300 en Safed, 70 en Gaza y 20 en Hebrón. Miles de refugiados de las expulsiones española y portuguesa, junto con judíos italianos, franceses y alemanes, también emigraron a Palestina.


En 1517 los egipcios mamelucos fueron derrotados por el emperador turco Selim I y la región pasó al control de los musulmanes del imperio otomano.


La migración judía a Palestina creció en la segunda mitad del siglo XVII. En 1700 cerca de 1,500 judíos salieron de Hungría, Polonia y Moravia con destino a Jerusalén. En el siglo XVIII emigraron los discípulos del Gaón de Vilna, quienes creían que la concentración de la diáspora llevaría a la redención del pueblo judío, idea precursora del sionismo. Los tataranietos de Isaac sentían que necesitaban una redención porque andaban regados por todo el mundo y se sentían perseguidos: la diáspora la causó la represión romana – cristiana y la persecución algunos de los factores citados arriba.


La afluencia de judíos a Palestina siguió creciendo en el siglo XIX, cuando cerca de 20,000 inmigrantes quintuplicaron la población judía de la región. En 1848 algunos de ellos se dedicaron a comprarles tierras a los habitantes árabes vecinos al río Yarkón. En 1896 Theodor Herlz escribió Der Jundestaat - El estado Judío - forjando la ideología política del sionismo, centrada en el establecimiento de un estado nacional judío.


Herlz consideró diferentes opciones para la Tierra Prometida, incluyendo Uganda, Argentina y los Estados Unidos, pero la dirigencia sionista lo convenció de centrarse en la antigua Canaán. Enviaron algunas misiones exploratorias y uno de sus miembros reportó que «había visto a la novia y era bellísima, pero que estaba casada», refiriéndose a que la región estaba ocupada por los árabes palestinos. Sin embargo, la dirigencia sionista perseveró en su idea.

Palestina fue conquistada por Gran Bretaña en la Primera Guerra Mundial y el canciller Arthur Balfour, bajo influencia sionista, le mandó a Lionel Rotschild su famosa carta, diciéndole que su gobierno apoyaba la creación de un estado judío en Palestina, siempre y cuando no se perjudicaban los intereses religiosos o civiles de los no judíos que vivían allí; en aquel momento, sólo el 10% de los palestinos eran judíos. Al terminar la Guerra, en 1922, la Sociedad de Naciones creó el Mandato Británico de Palestina, al tiempo que la creciente inmigración judía y la prepotencia occidental provocaban alzamientos entre los descendientes de Ismael, los cuales fueron respondidos por los judíos, generándose la cultura de violencia entre los dos pueblos.


Durante la Segunda Guerra Mundial, Hitler hizo suya la animosidad de los cristianos contra los judíos y además los asoció con el marxismo. Mezcló todo esto con sus propias ideas de superioridad racista y en un acto de locura trató de exterminar a todos los judíos de Europa, asesinando a más de cinco millones. Sus métodos incluyeron la asfixia por gas venenoso, los disparos, el ahorcamiento, los trabajos forzados, el hambre, los experimentos pseudocientíficos, la tortura médica y los golpes. El Holocausto causó sufrimientos innombrables a los judíos, a la vez que los alentó a tener su propio país, generando en paralelo un sentimiento de culpa entre los países occidentales, por no haber detenido antes a Hitler.


Después de la Guerra, los británicos se retiraron, dejando el problema en manos de las Naciones Unidas. Ésta decretó el reparto del Mandato Británico en dos estados, uno judío con el 55% del territorio y otro árabe con el 45%, según la resolución 181 (II) de 1947. En aquel momento los judíos representaban el 30% de la población y poseían el 8% de la tierra, pero para algunos el Dios de Abraham les había concedido todo ese territorio a las Doce Tribus de Israel, que es como decir que el Ajau les dio a los mayas, itzaes y náhuatl todo el territorio de Mesoamérica. Los judíos proclamaron la independencia del estado de Israel, los palestinos árabes no aceptaron el reparto de las Naciones Unidas y les declararon la guerra.

La guerra árabe-israelí de 1948 involucró también a Egipto, Jordán, Siria e Irak y tuvo como consecuencia que Israel ocupara el 50% de lo que la ONU les había asignado a los árabes de Palestina. Se conoce como la Guerra de Independencia en Israel y como la Catástrofe entre los árabes palestinos, porque además de las muertes ocasionó cerca de 700,000 refugiados, a quienes el recién creado estado de Israel no reconoció el derecho de retorno, ni compensó en forma alguna. Los descendientes de Ismael, inconformes y resentidos, fraguaron una nueva guerra, pero gracias a su sistema de espionaje, basado en la compra de informantes con dinero proveniente de países occidentales, en 1967 Israel se anticipó a esos preparativos con un ataque preventivo contra Egipto, Siria y Jordania, en la llamada Guerra de los Seis Días. Como resultado, Israel tomó control de Cisjordania, Gaza, los Altos del Golán y la península del Sinaí y se anexó Jerusalén Oriental. Israel le devolvió Sinaí a Egipto tras los acuerdos de Camp David y se retiró de la Franja de Gaza en el verano de 2005, pero a cambio ha promovido asentamientos en la Ribera Occidental del Jordán, Jerusalén Este y la franja de Gaza, cuya población alcanza los 650,000 habitantes.


En comparación con las aldeas de los palestinos, los asentamientos israelíes son unos paraísos terrenales, con agua potable, electricidad, seguridad, educación, transporte, telecomunicaciones, piscinas y todo lo que el dinero puede comprar. Obvio que encima de que les quitaron la mitad del territorio que la ONU les había asignado, partición con la cual tampoco estuvieron de acuerdo, esto no les cayó nada bien a los árabes palestinos, quienes ahora viven en un régimen de apartheid en su propio país. La situación ha dado lugar a que algunos descendientes de Ismael, peleoneros desde un principio y a veces fratricidas como en Siria e Irak, lancen misiles a Israel desde zonas residenciales, poniendo en riesgos aún mayores a su población civil y organicen ataques terroristas contra la población israelí, y a la vez que los descendientes de Isaac respondan bombardeándolos, ametrallándolos, acosándolos, humillándolos e incrustando asentamientos ilegales en su menguado territorio.

En el penúltimo capítulo de esta triste historia, los árabes palestinos perdieron 1,814 personas, el 72% de ellos civiles y 16% niños y los israelíes 59 seres humanos, de los cuales 56 eran soldados, de paso polarizando a todos los descendientes de Ismael e Isaac, sus seguidores, familiares, amigos y público en general. En el último, Hamas un brazo armado del movimiento palestino invadió Israel, tomó 150 rehenes y lanzó misiles que causaron la muerte de 1,200 israelíes. Estos respondieron con ataques que mataron a 1,417 palestinos y dejaron 6,268 heridos, causando además un éxodo masivo de los habitantes de Gaza, huyendo de de las represalias israelíes, incluyendo una posible invasión.


El Dios de Abraham cumplió su promesa. Tanto los judíos como los árabes han prosperado y se han multiplicado. Los primeros han producido grandes figuras financieras, artísticas y científicas, destacándose en el mundo y transformando el desierto donde viven en un jardín. Los árabes han sido regentes de imperios, desarrollaron las ciencias y las matemáticas, y de ganancia Dios puso debajo de sus territorios grandes cantidades de oro negro. Ninguna de las dos ramas de los descendientes de Abraham tiene motivos para quejarse.


Los árabes tienen sus propios, prósperos países, mientras que los judíos siguen luchando por el suyo. Después de todo lo que les ha pasado, justo es que lo tengan, pero no a costillas de los hijos de Ismael que han estado cuidando los olivos de Palestina desde las Cruzadas y la consideran su hogar. Ojalá Dios se les vuelva a aparecer y les dé la solución a esta deplorable crisis humanitaria, a estas matanzas e infelicidad.



Mientras esto sucede, la única esperanza es que la luz ilumine a los jóvenes israelíes y palestinos; que pasada esta tragedia les dé por elegir gobernantes que en verdad quieran la paz, esperando que no sea ya demasiado tarde para la solución de los Dos Estados, uno israelí y otro palestino. Esto les dará la oportunidad de convivir en paz en las tierras de sus ancestros y practicar la fraternidad que Ismael e Isaac nunca tuvieron.

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