La Navidad de 1986 fue la primera que ya no tuvo sentido para mí. Antes de ésa y desde mi niñez, había considerado esa fecha como algo especial, primero el aniversario del nacimiento de Jesús de Nazareth y más tarde como una oportunidad para celebrar el renacimiento de lo que Jesús representa en cada uno de nosotros. En 1986 todo eso dejó de importar y en vez de ir a pasar las doce con mi madre, mis hermanas o alguna amiga me quedé en la sala de mi apartamento leyendo a Paul Valéry.
Dieron las 12:00 y seguí leyendo hasta las 12:30. Subí a mi cuarto y me metí a la cama, pero no me pude dormir, por el ruido de los cohetes y la música de los vecinos. Entonces me di cuenta de que la Navidad es una fiesta; me levanté, me vestí, me fui a la casa de un buen amigo que vivía a pocas cuadras y tomamos vino y contamos chistes con su hermana y otra amiga hasta la madrugada.
A partir de esa vez, cada Navidad compraba todas las botellas de champán que podía, las metía en una hielera y me iba visitando amigos y parientes de casa en casa; sacaba una botella, la destapábamos, brindábamos, me subía al carro y me iba a la siguiente. El recorrido comenzaba en la 20 calle y terminaba donde Hugo, cerca de la avenida Petapa, a eso de las cuatro de la mañana y ya con acidez en el estómago. Pasaba las doce donde me agarraban.
A finales de 1993, mi amigo Alex Díez tuvo a su primer hijo y en vez de la 20 calle inicié mi recorrido en la carretera a El Salvador. Nos tomamos la botella, brindamos por su primogénito y seguí mi recorrido periférico. Es una suerte que los policías también celebren la Nochebuena, así sus recolectas de dinero tienen lugar antes y esa noche uno puede manejar con impunidad etílica, custodiado por el legendario Dios de los Bolos.
Conocí a Alex cuando trabajamos juntos en un modelo matemático para evaluar sitios promisorios para la electrificación de comunidades rurales. Él era el programador y yo el encargado de generar indicadores económicos para las evaluaciones. Alex era talentoso y genial; cuando explicaba la función de una de las variables en su modelo pensaba en voz alta y se quedaba a la mitad de cada frase, asumiendo que uno ya le había agarrado la onda, que uno era capaz de leer la solfa de sus pensamientos. Concluía cada una de sus interrupciones con un ¿verdad, vos? abreviado a ¿va, vos?
Además de programador, era un profesional del vuelo libre. Se tiraba de todas las montañas que tenía a su alcance; Santa Elena Barillas, La Cerra, El Filón, la cuesta de Sololá. Una vez me pidió que lo llevara al mirador de Atitlán; se puso el equipo y entre plática y plática corrió unos pasos por la ladera y se lanzó al vacío. A los pocos instantes pasó volando frente a mí, saludándome en lo que fue el inicio de su acenso.
Digo profesional porque aficionado se queda corto. Alex volaba como si le pagaran por hacerlo, como si su vida dependiera de ello. Llegó a ser campeón nacional y centroamericano de vuelo libre.
Para agenciarse ingresos sin tener que depender de las erráticas consultorías, puso un cultivo de champiñones. Quedaba por la entrada a Santa Elena Barillas, sobre la CAES; la fui a conocer una vez. Su producto tuvo buena aceptación y se podía comprar en los principales supermercados. Los vendía bajo la marca Estratos, su frontera en las alturas. Una vez vino a mi casa con un cargamento y los hicimos a la parrilla.
El impulso de volar le empezó desde que era chiquito. Cuenta su hermana Elena: «Tendría él unos siete u ocho años y yo unos cuatro o cinco. Crecimos viendo películas gringas de la Segunda Guerra Mundial. Vimos una donde los soldados saltaban en paracaidistas y a Alex se le ocurrió armar uno con los lazos de tender ropa, amarrándolos a las cuatro esquinas de una sábana. Nos subimos a la terraza de la casa y se tiró. Yo, como siempre, sólo lo acompañaba en la aventura».
No siempre le fue bien. La siguiente vez, «luego de ver un capítulo de Batman y Robin con el Pingüino, encontramos unos paraguas y nuevamente nos fuimos a la terraza. Él se tiró, el paraguas se abrió para arriba y se quebró el brazo». Por eso vivimos menos.
También le fascinaban los pájaros. Una vez me dio una cátedra sobre la belleza de los zopilotes; me dijo que eran muy mal averiguados, pero que tenían una increíble capacidad para remontar las termales hasta lo más alto y mantenerse planeando allá arriba, a la espera de una oportunidad para bajar a comer. «Le fascinaban los pájaros, pero libres. De niños, mi papa le trajo de regalo a mi mama un hermoso sensontle mexicano. Alex le abrió la jaula para que se fuera y nos castigaron a los tres porque la acción había sido colectiva». «Tenía un halcón que se llamaba Picho. Volaba con él cuando hacía vuelo libre y en la casa era libre también. ¡Hasta miraba televisión!»
Nuestros planes de vuelo se fueron haciendo diferentes y cada quien siguió el suyo, Alex volando ala delta y ultraligeros y yo haciendo vela. Ambos nos alejamos de las consultorías; él siguió con sus champiñones y yo me dediqué a escribir. Cuenta Elena: «El 18 de mayo de 2014 salió a volar en un ultraligero en la finca Sepur Las Minas, a unos 15 kilómetros de Panzós. La finca tiene una plantación de palma africana y al aterrizar se le trabaron las ruedas de la aeronave en unos cables de alta tensión que no estaban visibles. La comunidad de la finca había estado celebrando la fiesta del lugar y para agradarlos Alex había decidido volar, llevándose a una chica francesa como acompañante. Hay una foto de él, quizá la última, donde está parado junto a los músicos de la marimba; la chica se salvó».
En todos estos años, no supe de su hijo Mynor hasta que Paolo vino de visita hace un par de semanas. Su padre es el escritor y editor Gerardo Guinea Díez, o sea que son parientes. Me contó que Mynor también es un pro del ala delta. Dice la Asociación Nacional de Vuelo Libre de Guatemala: ¡Logro extraordinario para Guatemala en vuelo libre! Nos emociona compartir que Mynor Díez ha alcanzado el 1º lugar en el ranking mundial de Ala Delta, respaldado por la FAI – World Air Sports Federation. Su destreza y dedicación llevan a Guatemala a la historia.
Hijo de halcón, sale emplumado.
Es un gusto saber que alguien sigue volando y haciéndolo bien gracias a Alex. Su pasión por el vuelo fue heredada por el güirito que yo conocí en brazos de su madre hace 30 años. Estoy seguro de que Mynor tiene muchas horas de vuelo por delante y que lo seguirá haciendo cada vez mejor.
La pandemia tuvo efectos inesperados. Imposibilitado de salir de noche, dejé de tomar alcohol: ¡no me iba a poner a chupar yo solo como bolo de armario aquí en Amatitlán! Perdí la costumbre, pasé un año sin probarlo y ahora me tomo una cerveza o una copa de vino de vez en cuando, ya no dos botellas de vino por sentada ni una hielera de champán para Navidad. La noche del veinticuatro voy a cenar a donde mi hermana y luego nos comemos algo especial en casa, pasadas las luces y la cohetería.
No se acaba la fiesta, sólo cambia de ritmo.
La Navidad sirve para recordar a todos aquellos con quienes la hemos celebrado, incluyendo a Luis, con quien nos comimos un tamal envuelto en papel de aluminio en tierras del norte. También a los que ya no están, cuyos recuerdos pasarán fugaces por nuestras mentes como voladores de ala delta en la oscuridad. Es uno quien le pone el significado a las cosas, o se lo encuentra a posteriori, o se lo ponen otros cuando uno ya no está.
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