Escribir motiva amistades basadas en el amor común a las letras. Sin importar cómo le caiga a uno la persona y viceversa, tener los mismos gustos literarios crea lealtades y aprecios a prueba de pequeñeces. «Fulano es un engreído o un grosero, o un lo que sea, pero escribe bien». Compartir la misma estética en torno a la palabra escrita genera complicidades firmes e imagino que en todos los medios artísticos pasa lo mismo.
Una tarde de sábado llevé mis primeros cuentos a Maco Quiroa, junto con una botella de ron. Antes de destaparla los leyó y me dijo: «sos bueno», asintiendo y esbozando su típica sonrisa. Una crítica despiadada podría haberme desanimado durante algún tiempo.
La amistad con Maco me llevó a conocer a Carlos René García Escobar, Marco Vinicio Mejía y Juan Antonio Canel. De su iniciativa, Chaly publicó mi cuento Esferas en La Hora. Juan Antonio me hizo la gauchada de organizar y cuidar la edición de En el camino andamos, consiguiendo la imprenta y haciéndome el conecte con Mauro Osorio para la portada y las ilustraciones interiores. Marco Vinicio también ha sido un apoyo constante a mi narrativa, a pesar que con estos dos últimos en cierto momento agarramos caminos diferentes.
A Max Araujo y Víctor Muñoz también les nació la idea de publicar un par de cuentos míos en la revista que editaban. Pertenecíamos a diferentes corrientes, pero teníamos algunos criterios comunes de apreciación literaria.
Durante la presentación de un libro de Franz Galich, un amigo me recomendó ponerme en contacto con Carlos López, de Editorial Praxis. Durante un viaje a México lo llamé y lo fui a ver a sus oficinas en la calle Vértiz de la colonia Doctores. Al verlo, sentado a su escritorio, en un estudio colmado de anaqueles de madera con libros y toda su maquinaria de imprenta alrededor, le dije «Esto es un sueño». En efecto, Praxis era el sueño hecho realidad de todo editor literario, idealista y no mercantil.
Le dejé un ejemplar de En el camino andamos y le dije que tenía un par de novelas en manuscrito; le mandé las versiones digitales. Nos hicimos amigos. Cada vez que pasaba por México lo iba a ver, me quedaba en el altillo de visitas de su apartamento, salíamos a comer, tomábamos vino y platicábamos de libros y escritores. No siempre estábamos de acuerdo, pero entendíamos los mutuos argumentos y coincidíamos en algunas cosas, por ejemplo que Hombres de maíz es lo mejor de Asturias. Una de esas veces, cuando me llevaba en su Mercedes negro al aeropuerto, me dijo «te voy a publicar Amadeo». Así lo hizo y con el cuidado y calidad que caracteriza a esa editorial. Tres años después me dijo «te voy a publicar Don Juan» y la misma cosa. No hubo intereses monetarios de por medio. Fueron las letras las que ocasionaron la amistad.
Conocí a Luis Dapelo en las redes sociales a través de un amigo en común. Nos dio por comentar lo que el otro ponía y paramos volviéndonos amigos por derecho propio. No siempre estábamos de acuerdo; él mantiene una postura ideológica firme mientras que la mía es existencial. Compartimos un desdén por los escritores que compran la fama a cualquier precio, por los poseros y por los «servidores de pasado en copa nueva».
Nos conocimos en persona durante uno de mis viajes a París. Fuimos a tomar y comer algo y a escuchar jazz. Le dejé ejemplares de las tres novelas que llevaba publicadas en aquel momento y se interesó por Don Juan. Hizo gestiones para que le publicaran una reseña de esta novela en una revista mexicana, pero no fructificaron. Nos seguimos escribiendo, yo siempre atento a sus comentarios literarios y políticos.
Antes de firmar su contrato como editor de L'Harmattan, me escribió para contarme y me pidió ejemplares digitales de las novelas que llevaba escritas, en aquel momento seis. Me ofreció traducir y publicar una de ellas en la colección latinoamericana que iba a lanzar. Firmó su contrato, le dio a leer mi obra a la traductora, se pusieron de acuerdo y me confirmó la traducción y publicación de Donde come uno, comen dos. Al igual lo hiciera Carlos López, le dio un espacio invaluable a mi creación literaria, con el añadido de que la traductora es además parte de una agencia literaria en Barcelona y podría ser instrumental en abrirle un espacio adicional a mi trabajo.
Yo también conozco y reconozco escritores cuya narrativa me convence, sin importar su grado de fama. Me pasó con Julio Mendizábal y su Blasfemia gótica: desde que la leí me he dedicado a promoverla por todos los medios a mi alcance y ahora se encuentra ya en las principales librerías de Guatemala. Lo mismo con Byron Quiñónez, quien es más conocido, pero cuya prosa limpia, elegante y llena de humor amerita una mayor difusión. Julio Mendizábal está muerto y con Byron nos vemos muy de vez en cuando, pero eso no importa. La fraternidad de las letras es independiente de la relación personal.
Seguiré cultivando estas amistades escriturales en ambas direcciones, por el deleite estético que nos proporciona una buena narración y por las fronteras del pensamiento que nos lleva a franquear. Como todo los amores, es uno que no podemos evitar.
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