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Amores marinos

Mis primeros viajes al río Dulce fueron en la lancha de un amigo o con algún lanchero del puente, pero ya teniendo un terreno se me hizo necesario encontrar mi propia forma de transporte. Lo más accesible era un cayuco y mi amigo Güicho Carrillo se ofreció a conseguirme uno. Era de laurel de unos 20 pies y ya traía su nombre: «Adelante, vaquero», el título de una canción de aquella época.


La siguiente decisión fue qué motor comprar. Nos sentamos una tarde con Güicho, Inmer y otro compañero a discutir los pros y los contras de los diferentes tipos de motor. Los de pata corta podían meterse en cualquier crique o riachuelo, mientras que los de pata larga se comportaban mejor cuando había olas altas en el Golfete. Me decidí por un pata larga.


Mi primer motor era un Yamaha de 15 HP. Se lo llevé a Güicho, quien me hizo el favor de instalármelo en el cayuco y de enseñarme lo básico. Todavía con los empaques de duropor sobre la playa le di una vuelta por el río a toda velocidad.

⸺No le tuvo lástima, le dio toda la gasolina de una vez, ⸺me dijo mi amigo cuando regresé a la playa.


En esos tiempos los motores marinos tenían un pin en la hélice, que servía de seguro. Si uno topaba con algo, un tronco, una piedra o un trasmallo, se quebraba el pin y se evitaba dañar los engranajes. Había que cambiarlo y eso quería decir tener un pin de repuesto, levantar el motor y desarmar la hélice. Varias veces me tocó hacerlo después de topar con un trasmallo, de noche y a medio Golfete, sosteniendo una linterna entre la cabeza y el hombro.


Una vez se me fue el pin en el manantial del río Tatín. Como estaba muy cerca de mi cabaña, no llevaba pin de repuesto, ni alicate ni desarmador. Me tocó improvisar un pin con un clavo que le saqué al cayuco y que corté con una piedra como en la Prehistoria.


Adelante, vaquero duró lo que tenía que durar y se pudrió. Por los próximos cinco años llegaba a Fronteras, alquilaba el cayuco que encontrara disponible y le ponía mi motor: algunos no estaban en buen estado y me tocaba taparles las rajaduras y agujeros con pedazos de jabón. Con las locuras de la juventud, atravesaba el Golfete en esos cayucos a cualquier hora del día o de la noche.


A principios de los años 90, con Juan Lacape compramos un trimarán de 34 pies y lo reparamos. Le pusimos como motor auxiliar un Seagull de 3 HP; una verdadera reliquia. Una vez, después de atravesar el Golfete a vela, se nos fue el viento y encendí el Seagull. El Seagull le hizo honor a su lema El mejor motor para el mundo y llegamos a destino sin ningún problema. Más tarde la amiga que nos acompañaba me confesó que se había sentido segura en la embarcación, hasta que oyó el repiqueteo de ese motorcito.


Por esos días compré una lancha con un motor Mariner de 30 HP accionada a timón. Fue mi primera lancha formal. Con ella y en compañía de Magalí Rey Rosa, Paco Méndez y el Chino fotógrafo, hicimos la medición de las curvas del río Dulce para confirmar que «la barcaza no pasa». Gracias a los esfuerzos de Magalí, se logró evitar que la Exmibal sacara todo su níquel por el río.


Hubo una gran tormenta y a casi todos los veleros les cayeron rayos. Nuestro trimarán no fue la excepción. Nos dimos a la tarea de repararlo y una vez que no estábamos nuestro carpintero le quitó el sostén principal al mástil, que se cayó y dobló, volviéndose inservible. En compensación, quedamos en que el carpintero nos fabricaría cuatro lanchas con el plywood marino que habíamos comprado.


Me quedé con una de esas lanchas y le puse de nombre PK2. Compré un motor Honda de 50 HP y cuatro tiempos. Con ese motor nos fuimos a Placencia, con parada en los cayos Culebra, dos islotes en medio del mar con un estanque de aguas color turquesa entre ellos. Duró más de 20 años sin dar mayores problemas, hasta que vinieron los huracanes Eta y Iota. Yo tenía mi lancha en un parqueadero del Relleno y le había quitado el tapón para que drenara el agua. Los niveles subieron como nunca antes, la lancha se hundió y con ella el motor, que permaneció varios días bajo de agua.


Cuando llegué, no arrancó. Hice arreglos con mi vecino Juan, quien remolcó la lancha con todo y motor hasta el taller de un mecánico frente a mi cabaña. Sin embargo, la Honda se equivocó en el pedido de repuestos, perdimos algunos meses y el mecánico abandonó la reparación.


Como parte de nuestras actividades de apoyo al rescate de Amatitlán, Carlos Siekavizza de la Suzuki nos había donado un par de motores y yo conservaba un Hidea de 15 HP pata corta cuatro tiempos para que sirviera en las actividades de los nuevos grupos que se estaban involucrando en el lago. Al quedarme sin motor, le pregunté a Carlos si podía llevarme el Hidea unos días al río y estuvo de acuerdo, con la idea de que lo traeríamos de vuelta si había necesidad. Me lo llevé para el río, le hicimos un corte en un extremo del espejo de mi lancha para que el pata corta alcanzara el agua y lo usé durante dos o tres viajes. En uno de ésos, un par de personas me preguntaron por el motor; que dónde lo vendían y cuánto costaba. No había motores Hidea en el río Dulce, así que decidí corresponderle el favor a Carlos y ofrecerle distribuir esos motores chinos en nuestra zona.


El día que fui a verlo para proponérselo, paré un momento con el encargado de motores marinos de la agencia. Se lo comenté y me dijo que esos motores habían sido descontinuados. Subiendo las gradas, pensé que entonces lo mejor sería proponerle a Carlos distribuir los motores Suzuki.


Al escuchar la propuesta se entusiasmó y llamó al encargado. Le dio instrucciones para que realizáramos los trámites y resultó que no era posible abrir una agencia en el mero río Dulce porque ya existía una cerca del puente. Decidimos hacerlo en Lívingston.


Seguí usando el Hidea l5 HP un par de viajes más y se comportó bastante bien, excepto la vez que me tocó transportar a mi amigo Denis Tamarelle y toda su familia. El motorcito movía bien la lancha con uno o dos pasajeros, pero con seis hicimos dos cálidas y sudorosas horas de la cabaña al puente. Yo me había enterado de que mi vecino Manuel Ralda tenía un Suzuki de 40 HP sin usar desde hacía un montón de años y le propuse comprárselo. Me lo dio a un excelente precio y ese es el que he estado usando; es tan rápido y económico como el Honda 50 HP, pero al ser de dos tiempos hay que echarle aceite a la gasolina, que al quemarse va a parar al río.


Busqué un socio y un local en Lívingston y encontré a Henry Cerén, un mecánico de buena reputación en el pueblo. Su amigo Jilmer Colman es el dueño del local donde tiene su taller, donde además hay de un par de locales comerciales. Hicimos los arreglos y allí estamos instalando la distribuidora Suzuki Lívingston.


De ganancia, Henry no le hizo el feo y ya tiene casi terminada la reparación de mi Honda 50 HP. En reciprocidad, cuando lo termine le voy a vender el Suzuki 40 HP al mismo precio que me lo dieron. Sé que cuento con su garantía, pues además él va a estar atendiendo nuestra pequeña distribuidora.


Uno para desarrollando una relación afectiva con su motor marino. Se atiene a él al cruzar el Golfete a medianoche, se confía en que no se descomponga cuando navega a mar abierto un par de horas y ruega en silencio que arranque cada vez. Como me pasa con las motos, aprecio sus cualidades estéticas, me detengo a admirarlos, me parecen bonitos.


La literatura da para vivir, pero no siempre da para comer. Con frecuencia toca complementarla con algo y qué mejor si forma parte de nuestras aficiones e inclinaciones. Además, los motores se asocian con las lanchas y éstas con viajes de pesca y turismo, todo lo cual bien puede pararse convirtiendo en otra forma de literatura.



Imagen: el primer motor que vendimos.

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