Mi abuela nació en 1896, y hablaba de «antes del terremoto» de 1917 como una época particular de su vida; ese terremoto destruyó el 60% de la ciudad de Guatemala. Yo hablo del terremoto del 76, que si bien encontró una ciudad mejor construida causó estragos entre las poblaciones indígenas del altiplano central, que vivía en casas de adobe con techos de teja. El presente texto se refiere al año justo antes de este terremoto como una época especial en mi vida, si bien en aquel momento no me di cuenta. Recuerda mi hermana Sandra Rosenhouse que cuando me fui de casa no me fui a vivir a Amatitlán, sino que pasamos un año viviendo en un apartamento de la zona 9, cerca de la plaza España. En ese tiempo yo trabajaba en un instituto de investigación que quedaba sobre la avenida Reforma. Un mediodía salí en mi carro a almorzar y al darle la vuelta a uno de los toros me pregunté a mí mismo qué, en realidad, quería hacer en la vida. Fui el mayor. Con la muerte de mi padre me tocó servir de ejemplo, casi siempre malo, a mis tres hermanas, además de darles algún apoyo. Esto me obligó a estudiar una carrera utilitaria y trabajar en una profesión liberal. Ese mediodía sentí haber cumplido con mis obligaciones fraternas y abrí mi mente a lo que podría ser mi propio camino, mi llamado. Escribir se me vino como algo que sólo había estado esperando la oportunidad de salir. En un apartamento vecino vivía Robert Rosenhouse, papá de Sandra y conocido periodista y corresponsal internacional, además de lector empedernido. Robert nos invitaba a cenar todos los lunes y entre plática y plática le conté de mis nuevos intereses. Me prestó un libro de John Updike, donde encontré una mención a Nabokov. Leí toda la obra de Updike y la de Nabokov, quien mencionaba a Joyce, así que leí toda su obra también. Rosenhouse me introdujo a dos de quienes se volvieron mis escritores favoritos Kyra, la hermana de Sandra, tuvo una galería de arte llamada Abraxas. Una vez Efraín Recinos llegó a la galería, se conocieron con Kyra y entablaron una relación. Así conocí al maestro, quien tendría entonces unos 50 años; llegaron con Kyra a cenar y de allí compartimos pláticas y encuentros sociales. Una vez Eva Persson, la mamá de Sandra, nos invitó a cenar. Durante la comida se me fue la vara, quizás oyendo a los grillos cantar en el jardín. «Vos deberías escribir», me dijo Efraín, sentado frente a mí. Le dije que recién había empezado a hacer algunos tanes y le pregunté cómo lo
había sabido. «Yo tengo buen ojo», me contestó. Seguimos brindando con octavos de Indita de la caja que él había llevado.
Cuando llegó el terremoto yo ya estaba en transición, de mi carrera liberal a mi vocación de escritor. La sacudida fue simbólica también. Me di cuenta de que la vida es corta, nos pasamos a vivir a Amatitlán, escribí mis primeros cuentos y el resto es una larga historia.
Responder a todos
Responder al autor
Reenviar
Comments