Como buena fanática del Conservatorio, mi madre me llevaba a veces a ver ballet; El Lago de los Cisnes, Cascanueces. Me gustaba, pero me aburría. A la salida saludábamos a algunas de las bailarinas como Christa Mertins; a mí me parecían bellísimas, pero hasta allí.
El primer espectáculo de danza no clásica que vi fue el Ballet Moderno y Folklórico de México, en el gimnasio olímpico Teodoro Palacios Flores. Me pareció diferente, vistoso y alegre. Poco después fui a ver al ballet folklórico de Tahití y fue una visión del paraíso. El Ballet Moderno de Barcelona vino a ser mi primera introducción a la danza contemporánea.
A finales de los 90 conocí a la bailarina y coreógrafa Melanie Ríos. Más allá de la danza contemporánea, me introdujo a la improvisación y a la improvisación de contacto. Por esa época prestaron Mi casa no amarilla de un coreógrafo francés, quien trajo a Pamela, una bailarina del Conservatorio de París. Ellas dos vinieron a cenar a la casa e improvisaron durante veinte minutos entre el bar y el comedor, ante las miradas asombradas mías y de Mic Peraza.
Ya para entonces me había vuelto un adicto a la danza contemporánea. He visto todo lo que he podido. En Guatemala recuerdo el show que montó Momentum, de Sabrina Castillo, en el IGA, cuando Cecilia Dougherty se tiró en clavado desde una tarima y los demás bailarines la recibieron en brazos. De Nueva York se quedó grabado en mi mente Fresh Tracks, un festival de los coreógrafos emergentes más sobresalientes de cada año, que se celebra en noviembre.
La mayor inmersión en la danza contemporánea la tuve en París. Vi a Martha Graham, Merce Cunningham, Jean-Claude Gallota y a otros veinte coreógrafos más. Los shows siempre estaban vendidos con varios meses de anticipación y como buen chapín yo me decidía a última hora, pero descubrí que si uno se iba a parar a la puerta del teatro con un rótulo que dijera Cherche une place - busco un lugar -, siempre llegaba algún despistado que había tenido otro compromiso o que la novia lo había dejado plantado o que se había arrepentido y nunca me quedé sin entrar.
Ocurrió algo chistoso cuando anunciaron a la mismísima Pina Bausch, en el Teatro de la Ópera. Me fui a parar a la entrada con mi cartoncito y conseguí un boleto de seis euros. Feliz y contento, me fui a sentar a luneta, pero llegó una señora con su esposo y con toda la educación del mundo reclamó el lugar donde yo me había sentado. ¡Resultó que por ese precio yo había conseguido un palco en el quinto o sexto piso! Igual, me disfruté la coreografía con arena volcánica de Pina desde las alturas y al final salió ella, frágil y bella, a recibir un enorme ramo de rosas.
Podría seguir con las anécdotas, pero la historia es que ayer fui a la entrega del reconocimiento por trayectoria artística en Danza a Lucía Armas, Sabrina Castillo y Glenda Gallardo. A las dos primeras las conozco; las he visto hacer presentaciones durante los últimos 30 años, invitando a la gente, vendiendo boletos, dirigiendo y bailando. Conozco su amor por la danza y lo mismo deduzco de Glenda Gallardo.
Me gusta bailar, pero soy cleto. Por eso me maravilla la danza en todas sus expresiones. Ahora también me encanta el ballet clásico y lo considero indispensable para un buen bailarín de contemporánea; saltar y brincar es alegre, pero eso lo puedo hacer yo también y uno desea lo que no tiene.
Felicitaciones a Lucía, Sabrina y Glenda y ánimos a todos los bailarines y coreógrafos. Son, según Pina, nuestros defensores contra la perdición.
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