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Canelo

Los perros son más predecibles que los humanos. Sus humores no se ven afectados por los sube y bajas de sus relaciones afectivas, la inflación, la falta de dinero o el tráfico. Pueden tener estados de ánimo diferentes, pero en general sus patrones de comportamiento son menos variables que los de las personas. Son afectados por condiciones objetivas, como el hambre, el frío, el miedo, las hormonas o la territorialidad, que los obliga a perseguir y ladrarles a las motos.


Una de las características más predecibles del Canelo era robar comida. Los Beagle son insaciables y él era un exponente ejemplar de su raza. Si descuidábamos un plato de boquitas en la mesa al aire libre, se acababa lo que encontraba; queso, pan, tortilla, jamones, atún; dejaba los platos limpios en un abrir y cerrar de ojos. Lo mismo con lo que se quedaba en las mesas de afuera mientras se recogían los platos; se subía y se comía una barra de mantequilla, o vaciaba la canasta del pan. Llegaba al extremo de subirse a la churrasquera aún caliente, a arrancar con los dientes pellejos de carne que se habían quedado pegados. Se metía a la bodega de Max Pérez y en un descuido metía la cabeza entre la bolsa o cubeta de concentrado hasta que lo cachábamos.


Estábamos una vez sentados a la orilla de la piscina con el amigo quechua Jubenal Quispe y otras personas. Les llevé boquitas de tortillas con alguna cosa rica y mientras platicábamos el Canelo le arrebató su tortilla de la mano a Jubenal. «¡Canelo maldito!», le reclamé, como era mi costumbre cuando hacía alguna de sus cabronadas. «No lo maldigas», me dijo Jubenal. «Es un perro», dándome a entender que robar comida era parte de su naturaleza,; el Canelo se pasaba.


Cuando era cachorro destruía cuanto se ponía a su alcance. Taburetes, brazos de sofás, la cartera de un huésped, incluyendo billetes de veinte dólares y tarjetas de crédito cuando la puso sobre el muelle mientras platicaba con su esposa y hasta el asiento de mi moto. Conforme fue creciendo, esta maña desapareció.


Otra de sus costumbres era venir a saludar. Rasguñaba la puerta de vidrio de mi estudio hasta que yo me levantaba y le iba a acariciar la cabeza, o lo dejaba entrar para que fuera a recoger migas de pan bajo la mesa del comedor o en la cocina. Nada le podrían alimentar esas migajas, pero le encantaba.


En un tiempo también se iba a parar frente a la puerta de la sala familiar, esperando que lo dejara entrar un rato y a veces lo hacía.


Nunca le gustó dormir en su casita, sino a la intemperie. Al contrario de sus dos compañeras, siempre buscaba un lugar mullido para acostarse. Rompió todos cojines que le puse, hasta que metí uno dentro de un costal de fibra artificial y este sí le duró. Las raras veces que lo dejaba entrar a la casa, terminaba subiéndose a un sillón de la sala o hasta a una silla del comedor; era un comodón.


Tenía niveles de testosterona muy altos. Negrita se vino a meter a la casa cuando era cachorra, después de que su dueña paró el carro enfrente, la sacó del baúl, la puso en la carretera y se fue. En cuanto alcanzó su pubertad canina, Canelo la preñó con cinco cachorros, que fueron distribuidos entre el vecindario y algunas amistades. La Canche me siguió hasta la casa una vez que salí a correr y cuando abrí la puerta se metió y se quedó a vivir. Al día siguiente, Canelo la preñó con otros cinco cachorros, que también encontraron excelentes dueños. La vez que Hugo Arriaza trajo a su perrita pitbull el Canelo trató de montarla todo el tiempo que estuvo aquí y hasta cuando ya se iban, ella ya adentro y él en la misma puerta del carro.


Los Beagle son medio sabuesos. Al Canelo se le notaba cuando lo sacaba a caminar después de correr. Se iba husmeando toda la orilla de la carretera como si estuviera seguro de que iba a encontrar algo muy valioso. Lo mismo cada vez que yo abría el portón para entrar o sacar el carro: día o noche, con lluvia o en seco, Canelo se salía a olfatear los alrededores y era necesario entrarlo a gritos; un par de veces, cuando no hacía caso, de un cinchazo. Hacia el final fue entendiendo que debía entrar a la tercera llamada.


No le gustaba nadar. Un par de veces, lo tiramos a la piscina por haberse comido un plato de carpacho. Pataleaba hasta la orilla con una mirada de angustia y lo sacábamos jalado. Luego se sacudía, se secaba, se volvía a poner contento y volvía a las andadas, a ver qué más encontraba en la mesa.


Sus niveles de testosterona fueron su perdición. Después de sus respectivos partos, las dos perritas fueron operadas para esterilizarlas y el Canelo, aunque tenía dos mujeres en casa, dejó de tener sexo. Con el tiempo se le desarrolló un tumor en uno de los testículos y como los tenía grandes, al principio pensamos que nada más se lo había raspado, al echarse o al levantarse. Lo vio el veterinario, estuvo bajo tratamiento y cuando llegó el momento, la operación fue más extensa de lo esperado. Max lo trajo de regreso todavía medio anestesiado. Despertó muy agitado e inquieto, caminó por el patio y cuando lo buscamos hora y media más tarde para darle sus medicinas había desaparecido.


Se pudo haber caído al lago y se ahogó, pero desde mi estudio lo habría oído, sobre todo si se hubiera quejado, pues no le gustaba el agua. En la casa hay una cueva que se estrecha y se tuerce hasta donde uno ya no puede ver y menos todavía entrar y él estuvo buscando dónde refugiarse desde que regresó. También pudo haberse salido a la calle en un descuido, pero nadie lo vio. Lo cierto es no vivió más de algunas horas después de su castración. Vivió toda su vida como el Canelo que siempre fue y cuando su naturaleza cambió de manera radical e irreversible, desapareció.


Por ser menos variables que las personas, los animales crean vínculos de apego más sistemáticos e incontrovertibles. Es una paradoja: las personas ejercen reciprocidades y enriquecen nuestras vidas más allá de toda comparación, pero en su sencillez las mascotas despiertan emociones muy consistentes. No recuerdo al Canelo como lo vi por última vez, confundido, azorado, inquieto y flaco por su repentina enfermedad y su operación. Lo recuerdo como fue los nueve años que nos hizo compañía, predecible hasta la irritación y agradezco que haya sido como fue.


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