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El ser, el yo y las máscaras

La suerte legendaria de don Juan (novela) se centra en un personaje de gran espiritualidad y a la vez materialidad. Comprenderlo fue una tarea principal durante su escritura, sobre todo porque yo no soy creyente y don Juan era un fervoroso cristiano, aunque no iba al culto ni a las iglesias. El principal problema conceptual fue cómo explicar la espiritualidad de don Juan en forma laica y cómo relacionarla con su sorprendente personalidad cotidiana.


Todo es natural, ¡qué más podría ser! Todo está al alcance de nuestra mente, de nuestro razonamiento y de nuestra experimentación, si contáramos con los instrumentos adecuados. Somos parte integral de esta Naturaleza, así que para explicarme a mí mismo el personaje de don Juan y escribir su historia me pregunté qué era el alma en un contexto natural, desprovisto de todo misticismo.


Don Juan parecía actuar en forma natural y en contacto consigo mismo en todas y cualesquiera circunstancias. Cómo había logrado mantener esa integridad de ser, de qué manera había alcanzado una autenticidad creativa y efectiva que ponía de manifiesto en todos los instantes de su vida y cómo hacía para vivir con toda su alma fueron las preguntas que me encaminaron hacia esta búsqueda intelectual.


Pasé algunas semanas dándoles vueltas hasta que tuve una revelación. Varias veces había leído o escuchado de madres o padres que durante los últimos meses del embarazo le ponían a la madre una bocina en el vientre para que los futuros bebés escucharan música. Estos padres intuían que sus criaturas la podían oír y que de alguna manera iba a influenciar sus percepciones, sus sensibilidades o su estado mental. La revelación fue que nuestra mente despierta antes de nacer.


Al igual que los demás órganos, el cerebro se va formando dentro del vientre. Como los pies, los brazos, el corazón y las piernas, la cabeza se va desarrollando junto con su más interesante contenido, que es el ápice de nuestro sistema nervioso. Así como en cierto momento el corazón comienza a latir, el cerebro termina de formarse y la mente despierta.

En ese instante no sabemos qué somos, quiénes somos ni dónde estamos. Existimos como una conciencia pura y nada más, apenas influenciada por los movimientos de nuestra madre, las presiones y contactos que recibe su cuerpo, los sonidos fuertes y en algunos casos la música. A partir de que despierta esta conciencia acumula impresiones y memorias en forma gradual, sin saber qué son, de qué se tratan o con qué se relacionan.


Este estado dura si mucho algunas semanas, pues pronto nacemos y a partir de allí nuestra conciencia recibe el bombardeo incesante de la experiencia proveniente de fuentes externas. Sin embargo, ese mes o dos son suficientes como para crear, en cada uno de nosotros, una sensación de ser, una noción de existir, patente, neutra y ecuánime por carecer de cualquier referente. Durante algunas semanas todos fuimos conciencia pura y nada más.


Nuestra noción de existir se origina y cimenta durante esas semanas, cuando nuestro cerebro ya despertó, pero aún no hemos nacido. Esta conciencia original, sin limitaciones ni referentes, es la que en un sentido laico y desprovisto de todo misticismo da origen a nuestro concepto y a nuestra percepción del alma. No se me ocurre cuál otro podría ser ese origen sin recurrir a la fe.


Asociamos varias características con el alma: universalidad, pureza, ecuanimidad, inmortalidad, constancia. Todas estas provienen del despertar de nuestra conciencia en un contexto desprovisto de cualquier referente de lo que existe más allá de nuestra mente. La noción de la inmortalidad, por ejemplo, proviene de la ausencia de una referencia de lo que es la muerte durante esas semanas; la universalidad vendría de no tener idea de cuáles son los límites físicos de nuestra noción de existir cuando todavía estamos en el vientre.


Nacemos y adquirimos referentes en forma continua; sonidos, temperaturas, sensaciones, imágenes y sabores que se aglomeran en nuestra conciencia. Pronto nos damos cuenta de que estas impresiones no son iguales a nosotros mismos, que son externas a nosotros. Nos diferenciamos de estas experiencias y adquirimos la noción de un ego: percibimos que somos el bebé de nuestra madre, el hijo de nuestros padres, el nene o la nena, que estamos solos o acompañados, con hambre o satisfechos, con dolor o bienestar. Asociamos estas diferenciaciones con nosotros mismos y nuestro ego se convierte en nuestro yo.


Nos vamos habituando a responder a las personas y a las situaciones tomando a nuestro ego como principal referencia. Construimos nuestra identidad con base en lo que percibimos del mundo y de cómo éste nos percibe a través de las personas más cercanas. Esto parece funcionar bien, salvo que en nuestra memoria guardamos el recuerdo de esa conciencia original, esa noción de existir que apareció al despertar nuestro cerebro antes de que naciéramos.


El recuerdo inconsciente de esa conciencia original nos hace propensos a adquirir un sistema de creencias espirituales. Nuestra alma natural no se conforma con las convenciones del ego y busca referentes que sean más afines a su naturaleza original, indiferenciada, trascendental y ecuánime. Aquí es donde las religiones hacen su entrada, volviéndose el principal referente espiritual para la mayoría de personas.


Nuestras mentes jóvenes están todo el tiempo aprendiendo cultura y por lo tanto es natural que también aprendan las creencias religiosas de nuestro entorno social. Así, las religiones cooptan nuestra conciencia original y la reemplazan con referentes religiosos asociados con la cultura donde nos criamos. Por estar asociadas a países y culturas, las religiones también pueden ser competitivas y esta competitividad contamina nuestra espiritualidad natural: los cristianos nos creemos superiores a los musulmanes y los musulmanes nos creemos superiores a los hindúes.


Fui criado católico y con el paso del tiempo y las experiencias dejé esa religión. Sin embargo, mi conciencia original persistió, lo cual me hizo propenso a conocer otras espiritualidades no religiosas. Ninguna se convirtió en un nuevo sistema de creencias, pero todas enriquecieron y matizaron mi conciencia original


El resultado fue que desarrollé un sentido del yo diferente del ego, tomando mi conciencia original como principal referente. Este sentido del yo se apoya en todo el conocimiento que fui adquiriendo con la experiencia y además en la conciencia de que todos los seres tenemos estructuras mentales parecidas. Podría decir que se trata de mi conciencia original, enriquecida con el saber del mundo hasta donde mi limitada experiencia lo permite; funciona como una alternativa al ego y a veces quisiera que se dejara oír con más frecuencia.


Volviendo a don Juan, él parecía vivir y actuar tomando siempre como principal referencia su conciencia original. No se dejaba influenciar por las opiniones de las demás personas, sino sólo por los hechos y por sus propios sentimientos. También era muy cristiano, pero su cristianismo y su religiosidad natural coincidían, o él las hacía coincidir. Lo ilustra la anécdota de cuando se le apareció Cristo.


Una noche de pláticas, me preguntó si yo sabía cómo era Cristo. Le dije que no, pero que no creía que hubiera sido como salía en las imágenes y le pregunté si él sabía. Me dijo que sí porque lo había visto.


«Una vez salí a montear. Llevaba nada más un tecomate de agua y comía lo que iba encontrando en el camino; raíces, frutas, hojas. Como a los tres días de andar me entró una especie de cansancio o privación. Me senté y me recosté contra un palo, me quedé dormido y cuando desperté allí estaba Cristo».


«¿Y cómo era?» le pregunté con expectativa.


«Igual que yo, sólo que perfecto».


Esa noción de perfección era un reflejo de su noción original de existir, de su alma natural. Su talento, sus intuiciones y sus habilidades surgían de ver el mundo a través de una conciencia original descontaminada y como si siempre fuera la primera vez. Su ego estaba supeditado a esa sensación original, además de a sus instintos e impulsos y aunque esto le permitía encontrar soluciones originales a un gran número de problemas, también le creaba conflictos; por ejemplo, cuando les hacía caso a sus impulsos sexuales sin ponerse a pensar en la edad, condición social o estado civil de una mujer.


En el transcurso de nuestras vidas nos vamos dando cuenta de que el ego no nos representa a cabalidad. También notamos las inconsistencias de nuestra religión, si es que la tenemos, aunque no le perdamos la fe. Desenvolverse en el mundo de las personas y las cosas nos va exigiendo una representación social de nuestro ser interior más allá del ego, un personaje que represente algunos aspectos importantes de nuestra conciencia original y es así como vamos dándole su lugar al yo del que he estado hablando.


Imagino que todas las personas tenemos una combinación de estos tres aspectos de nuestra existencia: el ser interior, el ego y el yo. La existencia de este yo nos permite ser ecuánimes, por ejemplo cuando tratamos con personas de otras religiones o cuando dudamos de la propia. Le damos a cada uno de estos aspectos un énfasis que depende de nuestras inclinaciones, circunstancias y necesidades, y éste determina nuestro desempeño en la vida, desde el monje hasta el actor o comediante, incluyendo a la persona común y corriente.

Nuestra noción de ser original tiene una ecuanimidad basada en el desconocimiento de todo lo que existe. El yo del que estoy hablando, al adoptar a la conciencia original como principal referente, puede mantener esta ecuanimidad, pero ya no por desconocimiento, sino por haberse adiestrado en la naturaleza del mundo y las demás personas. Este yo tiene el potencial para ser más comprensivo, ecuánime y valiente.



Don Juan era un hombre sencillo y de campo, poseedor de una gran sabiduría. Mi manera de entenderlo, expresada en la novela La suerte legendaria de don Juan, es tomando en cuenta la existencia de un yo robusto y bien anclado en su ser interior, conocedor de la naturaleza y de la gente sin perder esta perspectiva. Su lección de vida consiste en privilegiar el yo referenciado en la noción original de existir como principal guía en la vida cotidiana.

Todas las vidas son experimentos. Tenemos el potencial de enfatizar cualquiera de los aspectos de nuestra existencia según nuestros impulsos, nuestra voluntad y las circunstancias de nuestras vidas. Podemos elegir entre el monje, el arlequín de las mil máscaras o el yo más o menos contaminado, aunque lo más natural es que sea una combinación de los tres. Saber que existen estas diferentes maneras de simbolizar nuestra existencia y reflexionar sobre sus características nos puede ayudar a hacer elecciones que vayan más acordes a quienes queremos y podemos ser.

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