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El sueño de los justos, de Francisco Pérez de Antón

Las veces que traté de leer alguno de los libros de Pérez de Antón, me quedé en la segunda o tercera página. El estilo peninsular me producía el mismo efecto que a Martí la bandera de España en la acera neoyorquina donde se presentaba la legendaria bailarina. El 25 de junio, sin embargo, el escritor Marcos Gutiérrez dijo en gAZeta: «No importa si Pérez de Antón ha sido un buen escritor o no… Si ha aportado a la literatura guatemalteca es algo que solo el pasar del tiempo determinará». Esto me animó a leer y comentar la novela que un amigo lector, editor y librero considera su mejor.


En la historia, Clara Valdés, joven de las clases pudientes de la Guatemala de los 1870, llega a la casa de su buena amiga Elena Castellanos poco después del anochecer, a pedirle un favor: detuvieron a su esposo Joaquín Larios y Clara quiere que Elena hable con Néstor Espinosa, su antiguo novio y amigo de Joaquín, para que interceda con el presidente y lo suelten. Como contexto para su petición, le resume toda la historia reciente del país. Elena accede y habla con Néstor, quien no recibe de buen grado la solicitud, pero igual solicita una audiencia con el mandatario, quien ha sido su camarada durante la lucha insurgente de Miguel García Granados y en cierto momento le pidió a Néstor apoyo para profundizar las reformas iniciadas por éste, pero Néstor lo desoyó. El presidente, con base en rumores infundados, en vez de darle una audiencia lo manda a capturar, lo somete a una breve tortura y lo suelta, dando por saldada la deuda que contrajo cuando Néstor le salvó la vida en un encuentro armado. Esta experiencia termina de convencer a Néstor de ayudar a Joaquín y fragua un plan descabellado pero exitoso para liberarlo, reuniéndose con la agradecida Clara años después, cuando ambos reconocen el amor que se tuvieron y recapacitan sobre las oportunidades de amarse mejor que han desperdiciado.


La novela tiene varios puntos de vista narrativos. Los principales son el de Clara, cuando le pide el favor a Elena y le cuenta toda la historia; el del autor, que va completando los datos y el contexto que faltan en la narración de Clara; el de Néstor, cuando le escribe una carta reveladora a su madre. Estos puntos de vista muestran diferentes facetas del autor, todas en las mismas líneas generales.


Clara y su punto de vista narrativo pretenden darle a la obra el giro de ficción que la conviertan en una novela histórica y no una historia novelada de algunas intimidades de la revolución liberal de 1871.


El lenguaje es un castellano contemporáneo elegante: Pérez hizo bien en quitar el banderón de la acera. «Las bromeliáceas se ensortijan en las ramas de los cedros, el agua corre mansa por la acequia de ladrillo y los cantos lejanos de los gallos parecieran salpicar de rojo las ramas de los flamboyanes» ‒Pos. 5475. [1] «Ataviado con un terno gris y un lazo granate al cuello, se mueve atento por los corredores y el jardín y, en cuanto ve entrar a un invitado, se dirige a él con los brazos abiertos» ‒5194. «Es como si la racionalidad, no habiendo sabido darle una respuesta para salvar a Joaquín, cediera su puesto a la imaginación, esa hechicera que se mueve a saltos y no tiene la consistencia de la lógica» ‒5975.


Tiene algunos arcaísmos, como «…peroró de esta guisa» ‒1049. Usa zascandil en vez tarambana y arrecife en vez de risco, quizá memento de su época cubana. También hay algunos deslices, como el uso de palabras o expresiones con sentido contemporáneo inexistente en el siglo XIX. «A todos nos pasa factura» –495 no pertenece a una época cuando aún no existía la SAT. «¡Pajas, señor licorero, puras pajas!» ‒1062. Este calificativo no se usaba en tiempos de mis padres y abuelos y su introducción al vernáculo data de la segunda mitad del siglo XX. «Pues en el peladero dicen que ha sido don Rufino y sus radicales» ‒4492. Se acostumbraba llamar peladero al espacio entre la Concha Acústica y el parque Central, donde se juntaban los amigos a lustrarse los zapatos y hablar del prójimo, palabra que fue adoptada por el extinto elPeriódico para su sección de rumores intrigantes. «Yo estaba en gallo» ‒3559 también es una expresión fechada, que viene de estar en galería en el cine, en vez de luneta.


La narración está colmada de imágenes, metáforas y símiles convincentes por su originalidad y certeza. «Más tedioso que un grillo» ‒743; «Ese coro de gatos melancólicos en que se convierten las orquestas cuando afinan antes de empezar» ‒764; «Fue como dejarme venir desde lo alto de un columpio» ‒1763; «Con la minuciosidad de una bordadora que, puntada a puntada, va incorporando a su labor las formas y los colores» ‒1921; «y luego un enero desangelado y frío» ‒2000; «Cristina y la tía Emilia me miraban como quien mira a un pollito salir de un huevo» ‒2110; «Emanaciones que, de modo fugaz, aromatizaba la fragancia que a su paso dejaba algún cargador con un saco de vainillas a la espalda», con dejos de La flor de la canela ‒3541; «Aquella pétrea cornisa tenía más pasos que una mazurca y más agujeros que un canasto» ‒3579; «La columna se movía por la sinuosa vereda como una culebra oscura cuya cola desaparecía en un recodo y, luego de una breve pausa, asomaba la cabeza en el siguiente» ‒3689. Hay muchas más, pero también hay que señalar uno de los pocos desaciertos: «Caía tronchada la vegetación al impacto de las balas y del suelo emergía un furioso rocío de arcilla» ‒3759, que va muy bien, hasta que agrega: «como si la tierra estuviese reventando por sus poros», metáfora y símil revueltos, con alusiones no consistentes.


El título, El sueño de los justos, aparece en la conversación unilateral que Néstor tiene con su difunta madre: «Lo llamo el sueño de los justos… Los justos son los que actúan, no los que duermen, los que nunca tuvieron libertad, pero luchan con fervor por ella. Y por la justicia. Y por la paz. Y porque se respeten sus derechos» ‒4975. Lo que anima esa lucha es recuperar el espíritu independentista: «Aquel [el de García Granados] era también el sueño cumplido de la tía, de las Damas del amor hermoso, de don Chema Samayoa, de los Larrave, los Estrada, los Barrundia, los Valle, los Diéguez, los Molina, los Gálvez y tantos otros que esperaban ver, desde medio siglo atrás, sus sueños de libertad realizados» ‒es decir, los ideales de la Independencia de 1821‒ 4186. «Conseguimos la independencia, pero la libertad no llegó» ‒1776. «Las liberales como yo, como doña Cristina, como las amigas del club, queríamos libertad, pero dentro de un orden» ‒4707. A los justos de la novela, como a Néstor, los anima la libertad de los criollos.


Lo indígena se discrimina y se menosprecia. «A los indios y a un pueblo que no es todavía pueblo, sino plebe» ‒1129. «Una invasión al país para derrocar a Cerna. Pero no como la de Cruz…No con una chusma de indios analfabetos armados con machetes y lanzas, sino con nuestra propia gente». ‒2097. «Zelaya envió tras de nosotros a una chusma de indios» ‒3460. «Nadie puede estar seguro de esta gente, mi coronel. Ya sabe cómo son los indios…» ‒3592. «Un grupo de indios… cómo enseñarles en palabras sencillas lo que habían ganado» ‒4130.


También se les equipara con los animales. «Fusta en mano, la cual descargaba ora en un árbol, ora en las nalgas de algún indio, ora en las ancas de una mula» ‒3339. «Algo más atrás marchaba un puñado de indios con fardos a cuestas, mulas con municiones y pertrechos, y el pequeño cañón» ‒3891. «Mulas y caballos llevan a la grupa fardos de azúcar y sal e indios de largos cabellos y calzón a la rodilla portan en sus hombros redes con ollas, verduras, mazorcas de maíz, carbón» ‒5522. Barrios lo expresa con económica claridad: «Y con las tierras ociosas de los indios, igual. Hay que sacarlas a subasta… y que los nuevos dueños las siembren de café. Y que las trabajen los indios. Por las buenas o por las malas» ‒4304.


El sueño de los justos es exclusivo para los descendientes sociales y culturales de quienes declararon la Independencia y remite a ese cuestionado movimiento criollo que decretó la separación de España, antes de que la proclamara el pueblo mismo, «lo cual podría haber acarreado graves consecuencias». Un título más exacto para la novela habría sido El sueño de los criollos.


La novela retorna al lector a la incredulidad más de una vez. No es creíble que Clara se pase toda la noche contándole la historia de Guatemala a su amiga Elena sin que ésta la interrumpa con una cena, una copa de vino o la invitación a dormir, para seguir la plática al día siguiente. Tampoco lo es que el toro de la cómica escena cornee a numerosos espectadores en un acto de locura desenfrenada, comparable al de la culebra de Los jueces: los toros embisten de manera deliberada y selectiva, así como las culebras muerden una o dos veces. Es inverosímil que Néstor acierte a pegarles con su revólver a cuatro fulanos que están subidos en los árboles en la oscuridad de la noche, guiándose solo por los ruidos que hacen. No se puede creer que Clara y Néstor hagan el amor durante muchos meses sin que ella quede embarazada. Por sobre todo, no es creíble, dentro del contexto de la lectura, que el estratagema que se ingenia Néstor para sacar a Joaquín de la cárcel funcione, aunque después uno se lo explique con que Néstor es actor, imitador de voces y consiga un caballo parecido al del presidente; justificárselo a posteriori es como querer explicar una obra de arte. Cierto que Néstor y Chico Andreu eran amigos y compañeros durante la insurgencia y que Néstor lo había cuidado cuando se enfermó, pero es poco creíble que Chico le consiga todo lo que le pide, incluyendo el caballo blanco, sin mayores preguntas y en un plazo de 24 horas. También lo es que Joaquín no reconozca a Néstor ni por las inflexiones de su voz, después de haber sido amigos íntimos: «¿Quién es usted, por qué hace esto?» ‒6396.


Hay otros pequeños tropiezos. Néstor logra escapar de un perro que lo persigue, cuando un perro corre dos o tres veces más rápido que un hombre. El autor describe varias veces barcos de vapor que despliegan o arrían velas. Utiliza los verbos empezar y comenzar demasiadas veces: «Las estrellas habían empezado a apagarse» ‒3620; «De sus ranchos de paja y adobes empezaban a brotar los humos de la mañana» ‒3627; «Néstor comenzó a disparar desde el campanario a los francotiradores…» ‒3988, y muchas más. Comenzar y empezar denotan el inicio mismo de una acción y se convierten en muletillas cuando sustituyen una descripción exacta de la escena: «La aveniente claridad fue desplazando, poco a poco, a las estrellas». «Los primeros humos de las cocinas mañaneras surgieron de los techos de los ranchos». «Desde el campanario, Néstor disparó una y otra vez contra los francotiradores». Éstos son nada más ejemplos para ilustrar que evitar muletillas obliga a esforzarse por describir mejor una escena.


El brillo escritural de Pérez está en la elegancia de su lenguaje, en sus símiles e imágenes, y también en sus perspicacias: «Amor es todo aquello que subyace bajo el ímpetu del deseo» ‒4589; «La revolución fue un barranco al que fueron atraídos los más altos ideales para ser arrojados desde allí al vacío» ‒4967; «Nuestra felicidad depende, en gran medida, de hacer felices a las personas que amamos» ‒5131. «La coherencia ideológica es un privilegio de las minorías… La mayoría no somos así, pero nos gusta que otros lo sean para convencernos de que la utopía no ha muerto» ‒5344.


Como manchas de los dedos en un bruñido cáliz, aparecen expresiones rebuscadas como «Le enfrió las raíces del cabello»; generalizaciones: «… los libertadores de América, todos insignes traidores»; y también ilustres fusiladas: «Este es el invierno de nuestro descontento» ‒5330, tomado de Richard III, quizás en homenaje a Shakespeare.


En respuesta parcial a las preguntas de Gutiérrez, El sueño de los justos no muestra que Pérez sea un buen novelista; éste no se habría permitido un solo retorno a la incredulidad, no digamos varios. Muestra, en cambio, a un buen prosista y a un narrador de gran aliento, con amplio conocimiento de la Historia y un manejo del lenguaje elegante, preciso y conducente. Su aportación a la literatura guatemalteca es histórica y estilística.


Además de la mencionada agenda política, también puede haber una agenda filosófica. «Inducimos a la acción, no intervenimos en ella. Somos la levadura, no la masa. Rechazamos los métodos de la plebe» ‒1062: la élite como el cerebro de los cambios sociales. «No fomentaré, por tanto, el odio contra las clases altas, pues no se trata de bajar a los que están arriba, sino de subir a los que están abajo» ‒4396: el lema de todo reformador de capas medias y altas. «El dios verdadero, el dios de la humana razón, el dios de toda pureza, toda justicia y toda piedad» ‒4545. «Los conservadores han tenido siempre al cristianismo como un medio para gobernar y aquietar las masas cuando se ponen ariscas» ‒1154. La simpatía con el cristianismo se confirma en el epílogo, cuando cita la fecha en que concluyó el libro: «25 de julio de 2008, día de Santiago Apóstol». Esta mutación criolla de la teología de la liberación insinúa las supuestas virtudes de García Granados en relación con Barrios, el enemigo de las sotanas: «Rufino ha prometido abrir el país al protestantismo».


Al no darles a los indígenas ningún papel protagónico en la liberación política del país, sino al contrario, El sueño de los justos enaltece la noción de una patria de y para los criollos. En un país con población indígena mayoritaria y a la vez racista como Guatemala, a la luz de los notables impulsos de reivindicación indígena de los últimos años, esta propuesta nos remite 200 años atrás. Parafraseando a Silvio Rodríguez, mientras más bruñido el cáliz, resulta más evidente que la obra nos está tratando de servir pasado en copa nueva.


El amigo lector, editor y librero que me recomendó El sueño de los justos como la mejor novela de Pérez dijo, en otra ocasión, que se trataba del autor más vendido en Guatemala. Puede ser por algunas de las virtudes de su escritura, como este hermoso párrafo que se me estaba pasando: «La súbita aparición de la ciudad lo dejó sin aliento. Guatemala era una deslumbrante acuarela de casas blancas y techos rojos que parecían rendir homenaje a la imponente procesión de sus templos». También puede ser porque nutre, refuerza y justifica la mentalidad criolla y el racismo de sus lectores, en un país donde el 90 % tenemos sangre indígena, pero padecemos de un racismo internalizado y dirigido hacia nosotros mismos: «Cuerpos colonizados que han sido performados [intervenidos] para infravalorar y odiar los cuerpos no-blancos (que pueden ser indígenas, mestizos, negros, etcétera) al tiempo que aman la idea de la blancura» [2].



El sueño de los justos revive una etapa en la historia de Guatemala de la cual, en lo político, no hemos salido todavía. Superar este criollismo requerirá de más y mejores propuestas literarias, que afirmen lo nuestro, sobre todo lo indígena. A la vez, que los lectores vayan abandonando su racismo internalizado y su malinchismo, y aprendan a valorar cada vez más lo autóctono que ven todos los días en el espejo.



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