Cuando emitimos un juicio, alabamos o criticamos algo, lo hacemos desde el marco de referencia de nuestros valores. Toda opinión nos remite a un esquema de referencias que tenemos internalizado, del cual no siempre estamos conscientes. Por ejemplo, al ver toda la basura que dejaron tirada los corredores de antorchas tal vez pensamos «!Qué malcriados!» o «Qué sucios» o «Qué faltos de educación», asumiendo que nosotros no haríamos algo así; no tiraríamos la basura a la calle, sino que esperaríamos hasta encontrar un basurero. El marco de referencia que usamos, basado en nuestra educación y nuestra consciencia, no nos autoriza a tirar basura en la calle.
Lo mismo ocurre con otros eventos de la vida en sociedad y en comunidad. Alabamos el sentido democrático de un segmento del gobierno y criticamos el autoritarismo de otro, basados en cómo actuaríamos en la misma situación, con base en nuestro esquema de referencias respecto de la democracia. Esto no quita que todos podamos ser inconsistentes y demandar cierto tipo de actuación a nivel público, aunque en lo privado nos comportemos de maneras despóticas.
La formación familiar y la educación que recibimos fue diferente para cada uno de nosotros. En cierta etapa, en la secundaria o en la universidad, unificamos algunos de nuestros referentes con los de nuestra colectividad, cuando encontramos que había suficiente compatibilidad con nuestra formación familiar. Creamos así el marco de referencia que nos permite juzgar, evaluar y tomar decisiones, tanto personales como colectivas.
Conforme conocemos otras colectividades y otras culturas, nos damos cuenta de que tienen otros valores y referentes, y que los nuestros son particulares a nuestra formación. Criticaremos algunos y quizás adoptemos otros, pero tarde o temprano, así sea solo en la intimidad de nuestras conciencias, admitiremos que nuestra forma de ver el mundo no es universal, ni mucho menos. Parafraseando a Ortega y Gasset, somos producto de las circunstancias que dieron origen a nuestros referentes.
El corolario es que cada vez que alabamos o juzgamos las acciones de alguien más, estamos extrapolando nuestros marcos de referencia a esta persona; estamos yendo un paso más allá de nuestra experiencia y asumiendo que el otro debe haber tenido una experiencia similar. Esto puede ser verdad en algunos casos y en otros, puede ser pretencioso y hasta infantil.
Generalizar es más peligroso porque coloca a los demás en una especie de cárcel conceptual, de la cual no los dejamos más salir.
Parte de lo circunstancial de nuestros referentes es la locación. Los países que tienen programas espaciales han dejado toda clase de basura en el espacio gravitacional de la Tierra, fuera de la estratósfera. Consideran que el Espacio es tierra de nadie, tan grande que puede absorber todos sus desechos, así como considerábamos que era el mar hace un par de siglos. Al ser tierra de nadie, no pertenece a ninguno de los países espaciales; es un bien común, como lo son, para algunos, las calles de Guatemala.
Don Juan del río Dulce me criticaba: «¡Ay, don Eduardo! Yo no sé por qué usted quiere todo tan limpio. ¡Si tan alegre que es la basurita! Cuando uno anda en el monte chicleando y se encuentra un envoltorio de dulces o una caja de cigarros, dice: ¡Ve, aquí estuvo un humano!» Sus referentes eran distintos y su locación era la inmensa selva de El Petén.
Juzgar es inevitable y hasta necesario. Puede verse, algunas veces, como nuestra aportación a la colectividad. Predicamos: «Si todos echáramos la basura en los basureros, viviríamos en un país más limpio». «Si todos tuviéramos espíritu democrático, se reducirían los abusos y los conflictos». «El dinero alcanza cuando nadie se lo roba».
Más delicado es generalizar en una forma acusatoria y definitiva: «Esos botan la basura porque son unos salvajes». «Todos los grandes empresarios son aprovechados y corruptos». Juzgar, acompañado de medidas paliativas como colocar basureros donde corresponda o desarrollar campañas educativas, puede llegar a tener un efecto positivo. Generalizar las diferencias en forma definitiva cierra las puertas a un actuar y accionar comunes.
Uno de los objetivos de toda colectividad, desde la más pequeña hasta toda la Humanidad, es unificar, compatibilizar o estandarizar sus referentes. Esto se logra a través de una educación similar, igualdad de oportunidades, mejor comunicación tanto interpersonal como masiva, arte que trasciende fronteras y hasta hazañas compartidas. Esta unificación, sin embargo, corre el riesgo de echar a perder lo que distingue a cada colectividad, lo que la hace única y es parte de su identidad.
No podemos evitar juzgar, ya sea para alabar o criticar, pero podemos estar conscientes de cuáles son nuestros referentes y también de que los ajenos pueden ser diferentes. Cuando criticamos también podemos hacer algo al respecto: poner los mentados botes de basura, por ejemplo, así sea solo para nuestra propia paz mental. Generalizar es más peligroso porque coloca a los demás en una especie de cárcel conceptual, de la cual no los dejamos más salir.
Generalizar puede ser también un hábito aprendido. «Todos los indios son haraganes» se puede convertir, con un poco de concientización o adoctrinamiento, en la postura opuesta: «Todos los ricos son ladrones». No se trata de moralizar, sino de estar conscientes de que no podemos esperar que los demás juzguen con base en los mismos referentes que nosotros.
La unificación de referentes es deseable, siempre y cuando no conduzca a una estandarización cultural desprovista de variaciones interesantes. La generalización definitiva mata las posibilidades de cambio y a la vez desvirtúa la crítica misma, pues es irracional quejarse de lo que no se puede cambiar.
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