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Johnnie Lacape

Actualizado: 19 ene

Es falso que escojamos nuestras amistades y que nuestros familiares nos toquen. Los amigos también llegan sin estarlos buscando y donde menos los esperamos. De allí se quedan a nuestro lado, en las buenas y en las malas y a pesar de nuestras diferencias.


Juan y yo no podíamos ser más diferentes. Él era de baja estatura, pelo castaño claro, piel blanca y ojos azules. Su postura política era de Derecha y se enorgullecía de su racismo, clasismo y machismo; despreciaba a los shumos y a los choleros, lo que le valió el apodo de shumito entre sus familiares cercanos. No me da pena decirlo porque sé que él habría dicho que era todo eso, ¡y qué! Dibujaba a la perfección a mano alzada y no conocía el miedo; podía caminar 25 metros sobre la viga de un edificio en construcción, sin mirar para abajo.


Mi afición por la vela me llevó a competir cada dos semanas en el Mal Paso de Amatitlán. Dejábamos los catamaranes en el sitio de Tono; los echábamos al agua, salíamos a regatear y regresábamos a tomar y comer algo. También a alegar porque alguien había cometido un foul, otro se había robado una salida o que alguien más había rozado una boya o no había dado vía cuando le tocaba. Después de la regata venía la alegata.


A veces había comida y otras veces cada quien llevaba. Mi pareja se esmeraba en preparar una canasta con pan, vino y tapas y nos sentábamos a comer sobre la grama. Una vez Johnnie nos vio haciéndolo y como él y su pareja también habían traído se sentaron con nosotros y compartimos.


Su principal debilidad como velerista era ser testarudo. Se entercaba en seguir el curso que había escogido desde el principio y no lo cambiaba, aunque el viento estuviera mejor por otro lado. Era entusiasta y nunca faltaba a las regatas, fueran donde fueran, a pesar de no mantenerse entre los primeros lugares; cuando me iba mal, pensaba en por lo menos le había ganado a Johnnie.


Una vez lo invité a cenar a la casa que alquilaba, también en Amatitlán, del lado Este. Al darse cuenta de que uno podía vivir a la orilla del lago e ir a trabajar a la ciudad en media hora se le iluminaron los ojos. Años después, compró un terreno a kilómetro y medio y diseñó y construyó una casa espectacular.


Nuestra amistad se fue desarrollando en paralelo. Fui a su fiesta de 40 años sintiéndome patojo a mis 34. Viajábamos juntos a Atitlán o al río Dulce cuando se organizaba alguna regata en ese lago o en la bahía de Amatique. A veces nos escapábamos del trabajo a mediodía, bajábamos a Amatitlán, veleábamos un par de horas y a las cuatro de la tarde ya estábamos cada quien de vuelta en su oficina, con sendas, grandes sonrisas.


Nos juntamos a ver la Copa América que se corrió en Australia de la una a las tres de la madrugada. Para ese entonces yo alquilaba un apartamento en Vista Hermosa. Años después, en un vuelo de Montevideo a Miami, conocí a Denis Conner y se lo comenté. Me invitó a viajar con él en primera clase y nos vinimos tomando champán todo el camino; estaba más interesado en hablar de negocios que de vela.


La cabra tira al monte. En 1988 me pasé otra vez a Amatitlán. Alquilé una cabaña y retomé la rutina de venirme a trabajar a la ciudad todas las mañanas. Por esos años Johnnie terminó de construir su casa, que quedaba a 300 metros de mi cabaña. Cuando estaba a punto de pasarse se dio cuenta de que había un problema con el piso y les exigió a los instaladores repararlo; como ya había devuelto el apartamento donde vivía, me pidió quedarse unos días en el sótano de la cabaña, que tenía un baño y se podía habilitar como dormitorio. Esto consolidó nuestra amistad, aunque después Johnnie se quejó, en broma, de que el sótano estaba lleno de ratas.


Por razones de trabajo, me tocó conseguir otra vez un apartamento en Guatemala. Venía a Amatitlán los fines de semana, ya sea a mi cabaña o a la casa de Johnnie. Una de esas noches, después de salir a velear y comernos un churrasco, me sugirió que comprara un terreno cerca de su casa y que construyera la propia, que él me la diseñaría. Yo me di cuenta de que a esa fecha había alquilado cinco casas a la orilla del lago, por lo que era obvio que aquí quería vivir.


Muchas veces pasaba por su casa cuando salía temprano de la cabaña, a desayunar o a tomar un café. En una de esas me contó que había visto un anuncio de venta de un trimarán de 34 pies en el río Dulce y que lo fuéramos a ver; de repente nos animábamos a comprarlo. Así lo hicimos. Nos lo dieron por un precio irrisorio y en pésimas condiciones y lo bautizamos Tatín.


La reparación fue parte de la aventura. Nos íbamos al río los viernes jalando materiales y nos quedábamos en algún hotel o en la cabaña que yo había construido en la esquina del río Dulce y el río Tatín. Por fin lo terminamos y lo veleamos algunas veces, juntos o separados, pero por esa época nació su última hija, Nina, y tuvo que dedicarse más a su familia, mientras que mi trabajo me mantenía fuera del país casi todas las semanas; a causa de mis muchos viajes, Johnnie me puso de apodo Canchinflín. No le pusimos al velero la atención que necesitaba y cuando le cayó un rayo, como a muchos otros en el río, nos tocó iniciar de nuevo su reparación, con la mala suerte de que nuestro carpintero quitó el estay mayor para trabajar con más facilidad, se le cayó el mástil, se torció y hasta allí llegó el Tatín.


Por esos años le hice caso y compré un terreno entre la carretera y el lago, más pequeño y quebrado que el suyo, seguro de que él me podría diseñar una casa que se adaptara bien; le pagué el diseño con un juego de velas nuevas. Cuando me lo entregó me di cuenta de que no cabía en el terreno. Lo analicé y con toda la consideración posible hacia su orgullo de arquitecto le hice sugerencias para que la hiciera más pequeña y así lo hizo, pero aun así no cupo. Le pasé entonces el diseño a mi vecino Tono Guirola y él rediseñó y construyó la casa donde he vivido los últimos 27 años ante el escepticismo de Juan, con quien nos convertimos en vecinos casa de por medio.


Fueron años ya no de amistad sino de hermandad. Nos juntábamos con frecuencia en una casa o en la otra, después de velear o aunque no hubiera deporte de por medio. Seguíamos yendo al río Dulce, pues a cambio de arruinarnos el mástil nuestro carpintero nos construyó dos lanchas de madera tratada, la suya Titanic y la mía la PK2.


Para el Año Nuevo de 2001 se entraron un par de ladrones a la cabaña del río. Logré ahuyentarlos y los denuncié a la policía de Livingston. Los agentes me dijeron: «Si usted los agarra, los amarra y nos los trae, nosotros los capturamos. ¡Pero los amarra!» Como no logramos capturarlos ni amarrarlos, para el siguiente viaje le hablé a un par de amigos para que me acompañara y sólo Juan se apuntó. Estaba con uno en las malas.


Por esos años él desarrolló un edificio en la zona 13 y en cierto momento yo tuve un presentimiento. Lo invité a almorzar y le pregunté si no había metido su casa a algún negocio riesgoso; yo tenía unos centavos ahorrados y se los ofrecí. Me dijo que no, que de ninguna manera, que todo estaba bien. A los pocos meses un financista le reclamó la casa, que en efecto había hipotecado, sin aceptarle el pago acordado y la perdió.


Juan diseñó varios edificios, primero como Tinoco y Lacape, luego con su hermano José Antonio como Lacape y Lacape y por último con su hijo Juan Enrique. Entre ellos está El Triángulo, las Torres Financieras del Banco Industrial, Plaza del Sol, Las Brisas, el hotel Holiday Inn y Torre Nova. Además, varios condominios, como La Cañada y La Pradera. En la mayoría de los casos también los financió y construyó. Por su originalidad, producción y sello personal, puede considerarse como el arquitecto más significativo de Guatemala en las últimas décadas.


Siempre le dije que él no era arquitecto sino escultor. Sus diseños se aprecian mejor desde el aire o a la distancia. El Holiday Inn hay que verlo en maqueta o desde el Géminis 10; las Torres Financieras desde la zona cinco. Tampoco era un electricista, plomero o contador; no se preocupaba demasiado por las instalaciones eléctricas y tuberías, ni por el orden de las cuentas con tal de que cuadraran. Esta actitud sobrada le ocasionó disgustos con algunos de sus clientes.


Cuando perdió su casa se invirtieron los papeles. Ahora él y su pareja Cynthia venían a mi casa, acompañados casi siempre de Nina. Compré una moto y compartimos también esta afición. Él construyó un apartamento en La Cañada y muchas veces yo le caía cuando andaba por la ciudad. En esos años hicimos incontables almuercenas en nuestras respectivas terrazas.

Nunca nos aburrimos. Cuando se acababa la plática, discutíamos, pues como teníamos posturas tan opuestas era fácil encontrar puntos de divergencia. Él nunca daba su brazo a torcer y yo creía tener la razón y trataba, según yo, de iluminarlo, sin darnos cuenta de que la mejor luz era nuestra compañía.


Había razones de fondo. Yo sólo tuve tres hermanas y Johnnie se volvió mi hermano mayor. Él se separó de su primera esposa y le caía bien tener amistades que lo acompañaran en sus nuevas correrías; le tengo el mayor aprecio a su primera esposa Carmen, madre de Regina, Giselle, Carmen y Juan Enrique; con la segunda, Cynthia, seguimos siendo buenos amigos.


Sólo una vez nos peleamos. Después de cada regata nos íbamos directo para nuestras casas, pero él una vez se fue al sitio Los Sauces, donde se hacía la junta de capitanes y me protestó por haberle tapado el paso en una boya. Lo más seguro es que haya tenido razón, pero yo no estaba allí para defenderme y su protesta me acarreó una descalificación y una pérdida de puntos. Se lo reclamé y nos dejamos de hablar por dos meses, hasta que fuimos a escalar juntos la montaña de Santa Elena Barillas y nos contentamos.


Un par de anécdotas. Por ser de baja estatura y de actitud sobrada, le salían líos de cantina. Una vez un fulano lo acosó en el bar Kahlua y decidieron salir a echarse reata. Juan caminó adelante y el otro se fue detrás. Sin decir agua va, Johnnie se volteó y le pegó una trompada que lo botó al suelo, donde le dio una gran patada en la cabeza. El grandulón se rindió y hasta se quedó admirado. La siguiente vez que fuimos, Álvaro Couthino lo invitó a una botella de champán.


Uno de los edificios que desarrolló era de clínicas médicas para los doctores Flores Asturias, por encargo de su mamá Gloria, hija de la escritora Elisa Hall de Asturias. Doña Gloria era una mujer exigente y Juan se sintió acosado con todas su demandas y peticiones. Una vez lo llegó a buscar y él le dijo a su asistente que le dijera que no estaba. Gloria no le creyó y entró a su oficina. Al oírla sus voces y pasos Juan se escondió debajo de su escritorio, pero Gloria lo descubrió y le preguntó qué estaba haciendo allí. Abochornado, le dijo que reparando una conexión eléctrica.


Otra vez iba para El Salvador y se durmió o descontroló y se salió de la carretera. Para su suerte, se quedó trabado en un árbol, pero estaba oscuro y no se animaba a bajarse. Entonces decidió dormirse y a la mañana siguiente se bajó, salió a la carretera, consiguió una grúa y sacaron en carro, al que no le había pasado nada, pero la grúa lo arrastró por toda la pendiente y lo destruyó.


A Johnnie siempre le gustó comer bien y de todo. Uno de sus platos favoritos era el puyazo entero a la parrilla, con bastante gordo y rojo por dentro. No escatimábamos en el vino; no era raro que nos tomáramos dos botellas por cabeza en una juntada. Cuando alguien le recomendaba cuidarse su respuesta era: El día que me toque pelar rata, pelo rata ¿y qué? Al final de una fiesta de cumpleaños de Pascale, se quejó de que le dolía el estómago y se fue temprano.


Lo fui a ver la semana siguiente y le llevé una botella de champán para que se le quitaran las molestias. Su malestar continuó y Cynthia me dijo que había sido culpa mía, por haberle llevado esa botella de champán, así que le llevé otra. Se fue a hacer unos exámenes, le hicieron una biopsia y resultó ser cáncer de colon.


Su apartamento de La Cañada quedaba en un condominio que él mismo había desarrollado y construido. Entró en conflicto con los vecinos por la utilización de un pedazo de terreno y le plantearon una demanda, que a la larga perdió. Se vio obligado a desalojar, pero para su suerte su prima Márgara le dio acogida mientras se volvía a instalar. Se pasó a un apartamento en la zona 15, Vista Hermosa II, donde murió cuatro años después de que le diera ese primer cólico.


Sus últimos años coincidieron con una mayor práctica de meditación y un mayor acercamiento al movimiento indígena campesino de mi parte. Para él esas eran huecadas y shumadas y como consecuencia nuestras discusiones perdieron sabor. Sin embargo, todo lo demás siguió igual y lo seguí llegando a ver y a platicar con él hasta tres días antes de su muerte.


Dejó un gran vacío. Valuaba la familia y la amistad con pasión siciliana. Su modo de ser también le trajo algunas enemistades, pero aun las más acérrimas reconocen su talento y personalidad.



Nunca me habría imaginado tener un amigo como él, tan diferente y tan cercano. Los amigos nos los da la vida y lo mejor que podemos hacer es agradecerlos, apreciarlos, cultivarlos y no escatimar esfuerzos por compartir con ellos, lo bueno y lo malo. Pensándolo bien, me estoy equivocando: la vida no me dio un amigo, me dio un hermano.


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