Cuando voy a mi cabaña del río Dulce me toca hacerlo todo. Además de cocinar y lavar platos, me toca poner el mosquitero sobre la cama, barrer, poner y arreglar cortinas, lavar la vajilla, pintar la estufa, lavar el piso de la sala al aire libre, hacer instalaciones eléctricas, sacarle el agua a la lancha y batallar con el motor. Son cosas que no tengo que hacer en mi casa de Amatitlán y por su variedad no es práctico conseguir ayuda para todas ellas.
Después de un par de horas por allá, uno lo asume. Ya no espera pedirle a nadie que arregle nada porque no hay nadie, excepto para trabajos específicos, como arreglar una tubería reventada o un tanque de inodoro roto. Al poner manos a la obra uno se da cuenta de que lo que hace allá igual podría hacerlo en otras partes, pero no toca y preferimos la comodidad de que alguien lo haga por nosotros.
Esta propensión a la comodidad varía de cultura a cultura. Los gringos, por ejemplo, son mucho más «hágalo usted mismo». Algunos quechuas que conozco, también. Las capas medias y altas de países como Guatemala están acostumbradas a que alguien les haga ciertos trabajos. Me pregunto de dónde viene esta propensión a la vida fácil y aunque se me vienen a la mente varias teorías estoy seguro de que cada caso es diferente. Lo que sí es cierto es que uno no sabe todo lo que puede hacer hasta que lo intenta, lo cual no quiere decir que no haya tropezones y accidentes, como me pasó esta vez, cuando por clavar un mueble de la cocina atravesé la pared de madera y reventé el tanque de agua del inodoro del baño vecino y me tocó cambiarlo. Otra pequeña y poco relevante, aunque importante lección.
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