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Lívingston

Cuando fui la primera vez, era un enclave garínagu en una esquina de Guatemala a la orilla del mar. Caminaban negros con afros o rastas en pares y tríos por las calles; uno se topaba con mujeres gordas vendiendo pan de coco y con niñas flacas que ya parecían mujercitas. Se oía hablar garífuna en el ambiente y de los comedores y cantinas salía música de punta o reggae. El pueblo tenía ritmo caribe y al rato ya paraba uno caminando igual que ellos.

Era el poblado más cercano al terrenito que yo había conseguido en la barra del río Tatín. Se llegaba en veinticinco minutos por lancha y allí bajábamos a comprar hielo, aguas y cervezas frías, o pescado y camarón. Ya para entonces era un lugar tan concurrido, animado y desordenado que el legendario don Juan lo llamaba «el pueblo shuco».

La parte baja del río Dulce se estaba poblando de q’eqchi’es provenientes de Alta Verapaz vía el río Polochic y el lago Izabal. A diferencia de los otros mayas, entre los q’eqchi’es se acostumbra que el hijo mayor se quede viviendo cerca de la casa de sus padres; antes era el único heredero, pero esta costumbre está cayendo en desuso. Los demás hermanos se ven obligados, o incentivados, a emigrar. De esa cuenta hay q’eqchi’es por todo el departamento de Izabal, El Petén y hasta Belice.


Lívingston no escapó de sumergirse bajo la ola migratoria de los nacidos en Tezulutlán. Al tiempo que los garínagu se siguieron dedicando a la pesca, al transporte acuático y a la operación de restaurantes, discotecas y bares, los q’eqchi’es incursionaron en el comercio. Primero se notaban las ventas de frutas y verduras en la calle principal; después se fueron adueñando de las tiendas y algunos almacenes y ferreterías.


Esta penetración generó resistencia entre los habitantes de La Buga. A mediados de los 80 fui objeto de algún acoso por parte de un par de negros, por el simple hecho de ser ladino guatemalteco. En los bares y cantinas eran frecuentes y cómicos los duelos musicales entre garínagus y q’eqchi’es: se levantaba un negro y ponía en la rockola cinco quetzales de punta y reggae; todos los q’eqchi’es se iban a sentar. Cuando se acababan los cinco pesos, se levantaba un q’eqchi’ y ponía cinco quetzales de rancheras; todos los garíganu se iban a sentar. Así se la pasaban hasta que se les acababa el dinero.


Por esa época hubo una regata de veleros que salió de Lívingston y terminó en la punta de Manabique. Nos remolcaron de regreso y en la noche nos fuimos a parrandear a Luguri Barana, la discoteca del momento. Las chicas y chicos llegaban a bailar, más que a conectar. Uno se podía acercar a cualquier negra guapa y decirle «¡Vamos a bailar!» Ella bailaba dos o tres temas, decía gracias, daba la vuelta y se regresaba con sus amigos.


Me dediqué a practicar mi torpe punta de todo corazón, hasta que noté que me había quedado solo. Todos los demás veleristas, criollos, ladinos y extranjerizantes, se había ido. Después me dijeron que se habían asustado de estar entre tanto negro ¡y para tratar de emparejar el marcador se inventaron que mi pareja era un conocido travesti!

A principios de los 90 caminábamos con un par de amigos por una de las calles laterales. cuando nos cruzamos con dos negros que venían abrazados, recitando una especie de cántico:


«Guatemala, tierra de indios

Lívingston, tierra de negros.

Indios, quédense en su casa.

¡No queremos come-masa!»


Los garínagu comen pan de coco o tortillas de harina de trigo, en vez de tortillas de maíz. Mis amigos y yo nos reímos.


Por la misma época, se acentuó la emigración garínagu a los Estados Unidos. Los primeros que se lograban ir les ayudaban a sus familiares y amigos y así, hacia finales de la década de los 90, se decía que había más garínagu en Nueva York que en Lívingston. Esta migración les dejó el campo libre a los q’eqchi’es y junto con algunos ladinos se pararon adueñando de casi todos los comercios, hoteles, bares, discotecas y restaurantes. Todavía quedan algunos restaurantes en manos de negros, pero son pocos, aunque conocidos y bien establecidos, algunos con música en vivo.


Lo interesante y lo inesperado de esta transición es el peso de lo cultural. Ya desde hacía ratos había notado que muchos jóvenes q’eqchi’es aprendían a bailar punta; ahora, en algunas de sus tiendas, ponen este tipo de música. En los restaurantes ofrecen tapado sin importar de dónde provengan los dueños; dicen que el mejor tapado se come en el restaurante El Viajero, propiedad de un ladino, en la aldea Lámpara. Se vende pan de coco en algunas de las tiendas no garínagu del río Dulce.


Todavía se encuentra algunos negros en Lívingston, sobre todo mayores, o niños. Casi toda la juventud ha emigrado en busca de mejores oportunidades. Desde el punto de vista de su población, es ahora un pueblo q’eqchi’ y ladino. Hasta entre los pescadores ya sólo va quedando uno que otro negro.


Sin embargo, Lívingston sigue siendo un pueblo caribe y el sabor garínagu no se le ha quitado. Se quedó untado en las paredes de las casas, en especial en las afueras del pueblo; en la comida, en la música y en el contagioso estilo relajado de quienes viven allí. Quizás el clima y sus efectos sobre la forma de vestirse también influyan, pero no se parece en nada a los pueblos de Alta Verapaz, ni a ningún otro pueblo de las costas de Guatemala.


Tal vez algo parecido nos pase también a nosotros. La mayoría nos identificamos como mestizos cuando nos preguntan los del censo y los indígenas siguen desapareciendo, al menos en forma nominal. Sin embargo, seguimos siendo más indios de lo que nos imaginamos: los mayas son cabalísticos y calendáricos y nosotros somos supersticiosos y fatalistas; los mayas son agradecidos y nosotros seguimos siendo aguantadores, aun en las inconcebibles circunstancias de corrupción y abuso descarado de poder que estamos viviendo; a todos nos sigue gustando un plato de frijoles negros parados con chiltepe y tortilla.


Lo cultural apela a realidades invisibles. Las mujeres q’eqchi’es de Lívingston siguen usando corte, pero saben hacer tapado. La colonización europea no resultó en la exterminación de nuestras poblaciones, como en otras regiones y la cultura logró sobrevivir y sigue viviendo. Es un elemento de nuestra identidad y en su momento, cuando se termine de disipar el complejo de inferioridad cultural que se originó en el racismo colonial, quizá permitirá una actitud más abierta, respetuosa e integrativa hacia las naciones indígenas.



De momento Lívingston sigue siendo un refrescante, aunque caluroso, paradigma de inesperada integración cultural.

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