La curiosidad es lo más abrumador de la muerte. Uno puede aceptar que la vida no tiene sentido y que no hay Cielo ni Infierno; reconocer que la reencarnación es una fábula inventada por los brahmánicos y heredada por los budistas; que los espíritus y espantos no son más que formas de telepatía o de poltergeist; que uno tampoco se queda flotando como una forma de energía consciente; que los abuelos y los ancestros sobreviven nada más en las memorias de sus descendientes; y que cuando uno se muere se acabó la historia para siempre. Todo esto se puede admitir, pero es más difícil vencer la curiosidad de saber todo lo que va a pasar después: de qué formas se resolverá el pulso entre la propuesta cooperativa y nuestros impulsos primates egoístas, por ejemplo; cuánto en realidad va a subir el nivel de los mares de aquí a cien años; con qué se va a reemplazar el neoliberalismo; y cuándo se cansará Vargas Llosa de seguir comprando honores.
Hay una curiosidad más grande todavía y es la de cómo van a ser esos últimos momentos: qué vamos a sentir cuando se acerque nuestra propia muerte, si es que tenemos la suerte de darnos cuenta. Si vamos a luchar hasta el final o nos vamos a deslizar por el túnel en espiral con la luz al fondo, sin ofrecer resistencia; si nos vamos a rendir a los brazos huesudos con resignación; si vamos a sentir miedo del Más Allá o esperanza de que alguna de nuestras fábulas se haga realidad. Esto lo sabremos una sola vez y no viviremos para contarlo.
He estado cerca de la muerte algunas veces. Pidiendo jalón por un camino congelado de Arizona, el chofer perdió el control, el carro dio vuelta y se estrelló contra un árbol. Otra vez me paró una patrulla de policías militares con propaganda del grupo guerrillero ORPA que un amigo me había compartido, metida entre la llanta de repuesto del carro. Por milagro no la encontraron. Me tocó saltar de un barco camaronero a otro en mitad del océano, calculando el momento cuando las olas acercaban lo más posible a las dos embarcaciones. De niño, traté de dominarme para subirme a una pared a medio construir, se zafó el block y caí de espaldas al suelo, con el block a pocos centímetros de mi cabeza. Hace poco derrapé en la moto y me fracturé en cinco partes. Muchas veces me tocó volar en la peligrosísima aerolínea colombiana SAM. Sin embargo, sólo una vez me di en verdad cuenta de que estaba al borde de la muerte.
El lago Amatitlán era de un azul profundo cuando me pasé a vivir a sus orillas. Algunas mañanas, nadaba quince minutos y quince de regreso para completar un kilómetro. Mi amigo y vecino Juan me observaba tomando café mientras desayunaba y calculó que, con la distancia que estaba recorriendo, me sería posible llegar al club de vela Los Sauces, a dos kilómetros de mi casa.
Lo intenté una mañana fresca. Nadé el primer kilómetro sin ningún problema. Seguí avanzando y de pronto la playa del lado opuesto desapareció bajo una neblina que no se esperaba. Sin sol, el agua se sintió más fría y mi cuerpo también. Me orienté por intuición, pero me di cuenta de que me estaba enfriando y cansando.
Pasados unos minutos me entró una sensación de euforia. Vi el agua dorada, brillante y llena de lentejuelas, me acarició su contacto aterciopelado. Me sentí poderoso e invencible y entonces me di cuenta que así es como uno se muere. En esas ocasiones, la mente hace el truco de darnos una sensación de euforia, que dura hasta que uno aspira la primera bocanada de agua, el dolor en el pecho se hace insoportable y los pulmones revientan. Después, oscuridad eterna.
Reemplacé la euforia con alarma y nadé con todas mis fuerzas. Alcancé a ver una moto de agua sobre la superficie brumosa y a mi ayudante montado en ella. Llegué hasta donde estaba y regresé a casa, a un buen desayuno.
Podría seguir contando algunos de mis otros rozones con la muerte, pero el punto es que tarde o temprano va a ser un encuentro frontal y definitivo y no sé cómo voy a reaccionar. Hace poco tuve una muestra de lo que podría ser, o mejor dicho un paradigma de lo que pueden ser esos últimos momentos. Mi maestro fue un robalo de tres libras.
Algunas veces, le encargo pescado a Calín, mi vecino que vive en la orilla opuesta de la desembocadura del río Tatín sobre el río Dulce, pescador y pescadero. A veces me consigue y casi siempre no. Esa noche me pegó un grito. Bajé al muelle y me entregó cuatro pescados, tres de ellos todavía vivos. En ese instante comenzó a llover, pero no tenía otra opción: o los limpiaba en ese momento o amanecían en proceso de descomposición.
Fui a traer un impermeable, una tabla, una linterna y un cuchillo y me encuclillé a la orilla del muelle. El primer paso en la limpieza es introducir la punta del cuchillo en el ano y hacer un corte hasta la garganta. Luego se meten los dedos y se sacan las tripas y agallas. Después se quitan las escamas y por último la cabeza.
Ya sólo un pequeño robalo seguía coleteando. Ni se me cruzó por la mente devolverlo al río porque era mi pescado, ¡mi comida! Lo abrí y se siguió moviendo. Le saqué las tripas y siguió contorsionándose. Le quité las escamas y dio un par de coletazos. Le quité la cabeza y dio todavía un coletazo más.
Varias cosas pasaron por mi mente: la determinación de completar la tarea y limpiar ese pescado; darme cuenta de que la vida y la muerte son parte de un ciclo y que para que unos vivan otros tienen que morir. Entendí, en lo profundo de mi ser, que a mí me va a pasar lo mismo, que mi agonía y mi muerte son desde ya parte de mi vida. Lo quede de mí será alimento para los peces o gusanos.
Sentí un gran respeto por ese pececito y por los animales que nos sirven de alimento.
Lo cociné al estilo de Roatán, con fetuccini y salsa de tomate. Me lo comí con reverencia, casi como en una comunión. No lo quise compartir con el camarada que me estaba ayudando a reparar la cabaña.
A las pocas semanas, le grité a Calín, desde la lancha hasta su muelle, que me había dado un pescado que no se quería morir.
─¿Verdad que era bravo?
También se dio cuenta. Yo fui testigo de su agonía y no sé cómo va a ser la mía, pero comparto sus mismas ganas de vivir. Gracias a ese pequeño robalo pude visualizar un caso extremo: que te metan un cuchillo en el ombligo, te saquen las tripas, te desuellen y te corten la cabeza. Puede haber peores y también mejores, pero mientras tanto me basta y me sobra quedarme con la curiosidad el mayor tiempo que se pueda.
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