Este grupo está abierto a textos de narrativa y comentarios vinculados. No lo tengo abierto para evitar comentarios políticos, culinarios o religiosos, pero las aportaciones son bienvenidas. Esta vez, me da mucho gusto compartir la de Juan Carlos, jalando la carreta desde Oslo.
La carreta
La vieja carreta se queda varada por alguna razón a la mitad del camino empedrado. Parece la vereda que cruza por la mitad Sofienbergparken. Yo me acerco husmeando, bandido, pillo, corrupto. Sé que la carreta pertenece a una banda de narcotraficantes. Pero como siempre ando huidizo, callejero, me asomo a ver por la parte trasera: hay un montón de maletas viejas y polvorientas, de madera.
Me meto la mano en el bolsillo delantero y compruebo que el sueldo que me han pagado hoy es abundante. Sin embargo, por la rendija de una de las maletas, asoma un grueso fajo de billetes de dólar. Pescueceo de izquierda a derecha y, sin dudarlo, me hago del fajo y me lo meto en el bolsillo de atrás. Emprendo la caminata tratando de no llamar la atención. Lo primero que pienso es en el lío en el que me estoy metiendo. Sé que me van a matar si me descubren, pero sólo puedo pensar en llegar a casa y encerrarme en el baño a contar el dinero. Pienso en hacer cosas malas con él, cosas malas que producen placer. Por el extremo nor-este de la llanura, se aparece Fernando llorando, en mangas de camisa. Me dice que lo echan de casa, que está acabado, llora. Yo me compadezco de él, pero no puedo parar de interrogarme con cuánta plata de repente me voy a encontrar. Le digo que se calme, que se venga a casa. Empieza a llover y él sigue llorando, ahora más desconsolado, porque encima de su desgracia, llueve y tiene frío y está en mangas de camisa. Le digo que venga conmigo a casa, que algo haremos.
Comenzamos a atravesar el parque y nos encontramos con una escultura grande y multicolor, de unos 3 metros de alto por unos 2 de ancho, que tiene la forma de una cabeza estilizada, parece entre maya y olmeca. Por el centro de la escultura, la cabeza tiene un hoyo y Fernando mete la cabeza y empieza a cantar. Me dice: «estas son las canciones inéditas del periplo africano de Silvio Rodríguez» y comienza a emitir unos sonidos guturales y nasales, con voz muy profunda, se transforma su cara en toda la escultura multicolor, tiene tonalidades celestes, grises y anaranjadas, y su voz resuena por todo el parque de Torshov. Yo me intrigo ante tales músicas, de las que hasta ahora no tenía noticia, me tocan las cuerdas del alma de alguna manera rara, exótica, y sin embargo no puedo dejar de pensar en que llevo los bolsillos llenos de dinero, de que mi egoísmo sigue ahí y en ese instante no me deja pensar en otra cosa que llegar a encerrarme en el baño a contar el dinero.
Por la esquina nor-oeste viene mi primo llorando, con su bata de tornero. Me increpa que ya se han enterado los narcotraficantes de la falta del dinero y que le echan la culpa. Que por mi culpa va a perder el trabajo, dice, y llora desconsolado. Yo cada vez me lleno más de desasosiego, pues sé de mi culpa y sin embargo me callo el pico. Esta vez es él quien me dice que vayamos a casa, que me tiene una sorpresa, que ya veremos qué se hace. En la casa nos reciben algunos familiares que no alcanzo a distinguir, y en el fondo de la estancia, está mi padre sentado en el piso. Tiene un suéter rojo de lana, delgado por el desgaste. Me toma en sus brazos como si fuera un niño, pienso que me va a nalguear. Empieza disimulando con palabras festivas, como alegre de recibirme, pero no se aguanta y me confronta:
-Yo lo eduqué- me dice, -yo pagué por sus estudios, para que me pague con esto… me sigue diciendo cosas que ya no entiendo porque las dice entre sollozos. Sus ojos, amargados, se cierran y empiezan a chorrearle las lágrimas. Yo siento una gran vergüenza, pero sé que nada de lo que diga me va a justificar. Mi padre rompe en un llanto tendido y empieza a convulsionar, yo estoy en su regazo, siento que se me va a morir ahí mismo de la tristeza y lo único que se me ocurre es abrazarlo intensamente contra mi pecho. En la obscuridad de la noche, mi alma se llena de una profunda, profunda congoja.
(Fotografía de Fernando Chuy).
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