Cuando terminé Amadeo Brañas, historiógrafo lo compartí con Daniela Sagone, una amiga que es camarógrafa de cine, para conocer su opinión como lectora. Después de leerla me dijo que veía en ella una película; de hecho, una serie. Allí lo dejamos, la publiqué y años más tarde, inspirado por Elías Jiménez y la resucitación de Ibermedia en Guatemala, hice una propuesta de guion, que fue apoyada por el Ministerio de Cultura y Deportes y por la misma Ibermedia.
Escribí el guion y hablé con Luis Argueta para hacer la película. Dimos algunos pasos, pero Luis se vio absorbido por su trabajo documental sobre migrantes y suspendimos el proyecto. Ahora estoy seguro de que fue para bien porque esa versión del guion estaba débil, como después me dijo la guionista y maestra de guion Stella Malagón. Una novela se siente a través del lenguaje. Uno deja que las palabras evoquen imágenes, sentimientos, asociaciones, referencias, que crean un universo novelístico donde quien lee puede habitar, por horas o días, una realidad aparte. El mismo lenguaje se vuelve el mensaje, encantándonos con sus metáforas, sus giros, sus juegos mentales. Una película te atrapa a través de una combinación de imágenes, palabras y sonidos. Lo hace de manera directa e inmediata, sin darte tiempo a digerir. Dicen que si una película no te engancha en los primeros 10 minutos, que mejor la dejés ir. Por el contrario, Finnegans Wake no te «engancha» nunca, pero volvés a ella una y otra vez. El principal problema de un autor que se mete a guionista es querer mantener fidelidad a la novela como obra literaria, preocupándose por el lenguaje, las metáforas, las evocaciones. La fidelidad debe ser al sabor de la historia y nada más. El medio cinematográfico es diferente y uno tiene que escribir, con base en la novela, el guion de la película que le gustaría ver. Sólo termino las penúltimas revisiones de Dos corazones y El otro lado del silencio y le entro de nuevo al guion, con visión de espectador y no de escritor.
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