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París reincidente

Los tres meses que pasé de residente me dejaron picado. Durante los siguientes años regresé a París unas 10 veces con cualquier pretexto; aprovechando escalas en camino al África y a la India, por invitaciones pueriles y a veces porque sí. Me quedé cada vez en apartamentos distintos, la mayoría alquilados al buen Pascal Zytomirsky, precursor del Airbnb y a quien conocí en uno de los primeros viajes.


Uno de ellos quedaba en el bulevar Malesherbes, en el barrio VIII, el mismo que me había dado la primera impresión de la ciudad, con sus filas de castaños a lado y lado. Por las mañanas me iba a correr al parque Monceau, donde está enterrado el ombligo del abuelo de Pascale. La conserje del edificio me dijo que estaba impresionada de haber conocido a un escritor y me dio clavo decirle que en ese tiempo sólo llevaba publicada una novela.

Sobre el bulevar Malesherbes queda la Plaza Guatemala.

Luego me tocó vivir en la misma rue de la Harpe, en el barrio V o barrio latino, a media cuadra de la mejor crepería del mundo; me iba a correr al parque Luxemburgo. Agarré la costumbre de almorzar un sandwich griego, que es la mitad de un pan pita rellena de cordero asado con cebolla y tomate y papas fritas al lado. Me tocaron dos apartamentos más en la misma zona, uno en la rue Saint Séverin y el otro donde hacen esquina estas dos calles, en un segundo piso justo encima de uno de los comedores de sandwiches griegos màs populares. Una vez dejé mi ropa en la lavadora, salí a dar una vuelta y al regresar se había rebalsado e inundado mi sandwichería favorita; a los griegos no les hizo ninguna gracia.


El siguiente quedaba sobre la rue Caire, una cuadra después del final de la rue Montorgueil. Allí me tocaba correr por los bulevares Saint Martin y République, una vez hasta el cementerio Père Lachaise. No era cómodo correr por las calles, comparado con los parques a los que me había acostumbrado y el cementerio tampoco me impresionó; ya dije que mis cenizas por favor las echen al río Dulce, frente a la cabaña.


Tuve después un apartamento en la rue Dussoubs, a media cuadra de la mera rue Montorgueil. Me tocó a principios de la primavera y me iba a correr a un gimnasio donde la instructora me enseñó una rutina que sigo hasta hoy día. La rue Montorgueil está llena de tiendas de barrio, restaurantes económicos, cafés y almacenes de corte popular. Es un paseo en sí mismo y comparable a la rue Cler, de un nivel socioeconómico más alto y quizás a la rue Mouffetard, aunque ésta sea más turística.

El apartamento de la rue Dussoubs me lo alquiló mi buena amiga Maïte Albagly. Una vez tuvimos una reunión para hablar de nuestros negocios y me dijo que tenía demasiado poco tiempo, que la hiciéramos lo más breve posible porque tenía un compromiso muy importante. Así lo hicimos, ella se fue, al rato salí yo y me la encontré en una cafetería, con un novio. Nos carcajeamos, por la falta de costumbre de darles un valor explícito a estas cosas.


Estando en ese apartamento, una noche vi anunciado al ballet de Pina Bausch en L'Opéra. Me quedaba a pocas cuadras, así que caminé hasta allí media hora antes y me paré frente a la puerta con un rótulo hechizo que decía Cherche une place. Tal y como me había pasado con Merce Cunningham, Martha Graham y otros grandes coreógrafos, un poco antes de la hora fijo se apareció un cuate a quien la novia había dejado plantado y me vendió su entrada por seis euros. Feliz de la vida, entré y me acomodé en mi asiento en luneta. A los pocos minutos llegó una joven y elegante señora, quien con mucha educación me hizo ver que estaba sentado en su lugar. ¡El mío era el mismo número, sólo que en el quinto piso! Aun así, pude apreciar el espectáculo de Pina, con arena especial traída desde Alemania. Al final salió ella siempre divina, frágil y mayor, a recibir un ramo de flores de su público.

La misma Maïte me alquiló después un cuarto en su propio apartamento, cerca del parque Montsouris. Allí sí era bonito correr. Durante mi estadía me fui en tren unos días a Londres a echarle una mirada al Foro Mundial, que un amigo senegalés me había mencionado y donde él iba a ser traductor. En el Foro había seis enormes salones y escogí uno al azar, con la suerte de que justo allí, en ese momento, mi amigo estaba traduciendo.


A los pocos meses, el buen Pascal me alquiló un apartamento en la avenida Víctor Hugo, a dos cuadras y media de L'Étoile, Arco del Triunfo o Plaza Charles de Gaulle. Quedaba casi enfrente de la pastelería Le Nôtre, una de las más completas y refinadas de París. Aun así, me quedé en ese apartamento tres meses ¡y a veces me moría por una champurrada!


Esta vez me tocó invierno, así que hubo tardes en que me iba a la plaza Víctor Hugo a dos cuadras, al Romeo Bar & Grill, a tomarme un café porque allí pegaba el sol de dos a tres; lo disfrutaba como una iguana. Un par de veces alquilé patines en línea y me fui por Champs Elysées hasta Concorde y de regreso. En una de ésas seguí de largo en dirección a La Défense, lo que fue fácil de bajada y duro de subida.

Pasé La Navidades con unos amigos colombianos, bailando en Monte Cristo y el Año Nuevo recorriendo Champs Elysées junto con medio millón de personas e igual número de botellas de champagne, que se iban quedando tiradas sobre el pavimento y las aceras, enteras o en pedazos. A la mañana siguiente sali como a las 11:00 AM para ver la espectacular exposición Van Gogh - Millet ¡y ya no quedaba un solo chaye! La municipalidad había hecho su trabajo.

Igual, a veces las autoridades se pasan de fascistas. Una vez vi a un grupo de ocho gendarmes meter a la fuerza a un vagabundo en un camión para llevarlo a un albergue. Algunos les reclamamos y nos mandaron por un tubo. Otra vez, corriendo en Luxembourg, me topé con una escuadra de 12 policías en ropas deportivas, que venían en contra ocupando toda la vía y me les dejé ir en medio. Se apartaron, pero uno de ellos se echó una interjección de insulto al pasar.

Mi siguiente viaje fue de nada más un día en tránsito a Camerún. Era verano. Tomé el tren a Luxembourg, me tumbé un par de horas sobre la grama junto con toda la mara y fui a almorzar al Rostand, donde había un brunch con champagne a buen precio. Por la tarde tomé el tren al aeropuerto y seguí mi viaje. ¡Tal era mi fanatismo en esos días!

Unos meses después, el buen Pascal me alquiló un apartamento cerca de Pigalle en el barrio IX y la excelente Pascale me llegó a visitar. Siempre pilas, se inscribió en unas clases de danza en el Centre de Danse du Marais. Por más que su apariencia no parecía desentonar, una vez la policía le pidió sus papeles en un bus y no los cargaba; tuvimos que dar toda clase de explicaciones para que no se la llevaran jalada por mojada. Nunca fuimos a Pigalle, ni fui yo al Moulin Rouge, ni al Crazy Horse. Son lugares demasiado caros para nada más ir a ver a mujeres extranjeras medio en cueros.

Nos juntamos a cenar con mi amigo François en un restaurante de carnes de la Place des Vosges. Tuvimos una larga y acalorada discusión política. Esos eran los tiempos cuando todavía podía discutir en francés, antes de que se me olvidara.


La última vez fui en 2012. Conseguí un apartamento a media cuadra de la Bastilla sobre la rue des Tournelles, en el barrio III. Me quedé un mes, durante el cual pude escuchar a Julien Lourau en Radio France, ver el inolvidable espectáculo de danza Racheter la morte des gestes de Jean-Claude Gallota, alquilar una bicicleta y darle la vuelta a París metiéndome por equivocación en un túnel peligroso lleno de carros veloces, juntarme con Luis Dapelo e ir a la infalible rue des Lombards a escuchar jazz, cenar después con él, Carolina Escobar y Marlon Meza cerca de Grenelle y caminar varias veces por la rue Saint Antoine - Rivoli hasta el Centre de Danse, a juntarme con Mauricio y los demás amigos colombianos y mexicanos de L'Estudio.

De allí me olvidé de París. Los requerimientos de la novela Dos corazones y mi amistad con Roderico Teni me llevaron a Alta Verapaz. Conocí a fondo la historia de Aj Pop O' Batz, primero gracias a Juan José Guerrero y luego a través de lecturas exhaustivas. Tomé un curso de q'eqchi' y a raíz del 2015 me involucré en el movimiento indígena campesino, el cual amerita otra historia. Me concentré en lo nuestro y me olvidé de lo occidental.

Por razones que expongo en el texto París residente de esta misma serie, es muy posible que me toque volver, ya sea el año próximo o el siguiente. Será un gusto recorrer de nuevo esas calles, que ahora me parecen tan familiares y visitar aquellos y nuevos lugares; ponerme al día en jazz y danza contemporánea. Dos corazones ya está casi lista y el movimiento indígena campesino sigue avanzando sin la ayuda de nadie. Al fin y al cabo, sumando todas las visitas he pasado en esa ciudad más de un año, sólo superado por el tiempo que he vivido en la Tacita de Plata de Arzú.

Como dirían los cuates, sólo me hace falta el diente de oro, pero de eso se haría cargo Álvaro en el sentido literal, si fuera necesario y cuento con la invaluable ayuda de Luis, Hugo, Carlos, Fernando, Anabella, Isabel y otros, en el sentido figurado.


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