Conseguí el vuelo más barato. Pasaba por la ciudad de México y Frankfurt. Aterricé en París de madrugada. Como la vez anterior, tomé el RoissyBus a L'Opéra, sólo que ahora llevaba dos valijas y una caja. Había tomado un curso de francés en la universidad y algunas clases en la Alianza, pero iba para quedarme, así que me fui oyendo un curso de casetes para principiantes.
A través de un conocido, me había conectado con Claudia Martínez, chilena exilada que tenía un pequeño apartamento de alquiler en el Boulevard de l'Hôpital; me lo dio por mes y medio. Quedaba frente a la estación del metro Campo Formio, quizás en el No. 123. Tomé un taxi hasta su puerta y subí mis maletas y la caja por turnos, con miedo tercermundista a que me robaran alguna, hasta el tercer piso; la caja pesaba, llevaba seis latas grandes de frijoles volteados.
El apartamento quedaba a cinco cuadras del Jardin des Plantes. La mañana siguiente salí a darle cuatro vueltas. Al regresar entré a la panadería de la vecindad y pedí una baguete. La chica me la entregó y me preguntó Avec ceci? que quiere decir: ¿Con esto?, pero mi francés no me permitió descifrarlo, pensé que me estaba preguntando si lo quería con alguna otra cosa. Le dije que no, que sólo así y no me entendió. Pasamos en ese diálogo del sordo y el mudo unos momentos hasta que por fin nos reímos. No es lo mismo el francés de los casetes que el de la calle.
Desayuné y me senté a escribir: «El fogonazo de claridad de la acera, efluvio de alas triangulares puntiagudas, batientes y oscuras, nubes espejos devolviendo luminosidad amarilla, llenándolo todo un instante y el siguiente oscuridad en la cabeza, vértigo frío como un contrapeso a la luz». Siguen treinta y tres páginas del flujo de la experiencia del protagonista mientras camina por las calles de Bruselas, luego de haber experimentado una gran decepción. Después viene la novela que narra lo que pasó hasta llegar a ese punto, una exploración de la añoranza atávica que los latinoamericanos tenemos por Europa.
Por la tarde fui a comprar una cafetera de expreso y un módem. Me terminé de instalar y recorrí el vecindario. Además de la panadería había cerca una cervecería, una venta de frutas y un petit arab, modismo peyorativo para referirse a las pequeñas tiendas de abarrotes que operan inmigrantes del Oriente Medio; racioné mis latas de frijoles volteados a una por quincena. El boulevard de l'Hôpital va desde la Place d'Italie hasta el Sena, a la altura del Jardin des Plantes y es de noche un entorno más bien lúgubre, sobre todo hacia la Place d'Italie; Victor Hugo lo describe con tenebrosa genialidad. Vivía allí, pero me mantenía por otras partes.
Esta vez venía a trabajar e instauré una rutina. Iba a correr toda las mañanas al Jardin, desayunaba un capuchino con baguete y alguna otra cosa, trabajaba hasta las 2:00, comía otra vez algo y salía a reconocer la ciudad. Entre mis lugares favoritos estaba el Museo Picasso, el Jardín de Luxemburgo, la calle Mouffetard y Jussieu. Claudia me habló del Centre de danse du Marais y lo convertí en el epicentro de mis rastreos por ese vecindario. También descubrí el barcito Océan, en el pasaje Louis-Philippe cerca de la Bastilla.
A donde quiera que iba me ponía a hablar francés como si lo supiera. Mucho me sirvió la clave que me dio Claudette Cabrera en la Alianza Francesa: el francés debe hablarse con ritmo de repiqueteo, enfatizando cada sílaba en rápida sucesión. Así, aunque no supiera, parecía que sabía y mis interlocutores se esforzaban por entenderme; Jean-Helène, Donna, Florence con quien intercambiábamos francés por castellano. También reemplacé mi curso de casetes por uno de CD que tenía fonogramas para calificar la pronunciación y ¡aprendí lo difícil que es decir «à» en francés!
Una amiga me puso en contacto con Pierre Bergonier, de Montpellier, quien en esos momentos se estaba quedando en un apartamento justo en las afueras de París. Pierre es inventor, aventurero, escritor, velerista, motorista y hombre de vida. Nos hicimos amigos y hasta la fecha nos comunicamos y compartimos experiencias; ha venido a Guatemala un par de veces. En aquel tiempo visitamos juntos La Loire y a uno de los perfumistas estrella de Francia, con quien él trabajaba un proyecto de difusor aromático. Con Claudia agarramos la rutina de juntarnos todos los miércoles, el día en que nos habíamos conocido, para tomar un café, un trago o ir a algún lado; algunos domingos iba a almorzar a su casa, donde conocí a su marido e hijos.
Años más tarde fui a visitar a Pierre a Montpellier. Los dos andábamos sin dinero e íbamos al supermercado más barato y más chafa, Lidl, a comprar un par de libras de fideos, una botella de vino y una lata de pasta de tomate. Con eso hacíamos una cena e invitábamos a sus amistades, que llegaban con ensaladas, postres, pan y botellas de vino; sin nada, armábamos una fiesta. De allí me surgió la idea de que compartir es lo más importante en los grupos sociales y del tren de pensamientos que así nació resultó en la novela Donde come uno, comen dos.
Claudia se volvió mi cicerone de facto. Me avisaba cuando había algún evento, me invitaba a salidas con su amiga Maïte, organizábamos comilonas, como la vez que Fernando Guirola y Timothy Rogers pasaron en camino a alguna competencia de vela y me llevó por primera vez al café The Studio, en el Centre de danse du Marais, donde me hice amigo de Maurice y a donde he seguido yendo cada vez que voy. Claudia me recomendó las editoriales L'Harmattan y Actes Sud como posibilidades para publicar novelas; fui a L'Harmattan, en la rue des Écoles y les dejé un manuscrito de Amadeo Brañas, historiógrafo.
Gracias a Claudia conocí el trabajo de la escritora feminista Monique Wittig, famosa por su frase «las lesbianas no somos mujeres» y autora de una novela por completo en tercera persona: «uno». A través de este recurso, L'Opoponax lo remite a uno a ese periodo de la infancia cuando aún no pensaba en términos de género. Donna era lesbiana y todo esto alimentó nuestras discusiones.
Otro gurpo de guatemaltecos visitantes fue Casa Comal. Llegaron Elías Jiménez y Rafael Rosal a quedarse un par de días. Fuimos a la terraza del Musee d'Art Moderne de la Ville de Paris a almorzar, al bar Montecristo a tomar algo y por lo demás caminamos sin parar; en el Montecristo casi no dejaban entrar a Elías por andar de pantalones cortos. Mi apartamento tenía un sofá cama de huéspedes, donde bien cabía una pareja de buenos amigos.
Al vencerse mi estadía de mes y medio en el bulevar de L'Hôpital, Mauricio me consiguió uno en la rue de la Verrerie, en pleno Marais. En lugar de correr en el Jardin des Plantes me iba al Sena y corría a lo largo de sus riberas. El Marais se volvió mi barrio, con sus excelentes y baratos bares y restaurantes y The Studio mi estadero favorito. En lugar de comprar abarrotes en los Petit arabs, tenía casi enfrente a un Franprix y a un G-20, supermercados pequeños de precios accesibles.
Mantuve mi rutina de correr, trabajar y hacer algo en las tardes y noches durante el mes y medio que me quedaba, sólo que ahora tenía cerca el cine Le Latina y la Place de la République y su entorno, además del Centre de danse. Los días se pasaron rápido y cuando sentí llegó el 15 de agosto y me tocaba regresar. La noche antes no pude dormir del contraste entre la Guatemala a donde iba y que tan bien conocía y el París que había llegado a conocer. Los boletos de avión y las cuentas bancarias se vuelven impajaritables y en la fecha prevista un taxista chileno amigo de Claudia me llevó al aeropuerto de madrugada.
L'Harmattan nunca respondió a mi primer manuscrito de Amadeo. Años después, conocí a Luis Dapelo, quien era traductor y hacía trabajos de edición free lance. Nos hicimos amigos y alguna vez fuimos a escuchar jazz a la rue des Lombards, la mera Meca. La última vez que lo vi le llevé una copia de La suerte legendaria de don Juan.
El año pasado, Luis me llamó para contarme que L'Harmattan lo había contratado como editor con énfasis en América Latina. Le mandé los ejemplares digitales de las novelas que llevo escritas, incluyendo un par que no han sido publicadas todavía y entre las que se incluye la que empecé con la frase «El fogonazo de claridad de la acera». Los leyó, se los dio a leer a una traductora contratada por la editorial ¡y entre los dos escogieron Donde come uno, comen dos para traducirla al francés y publicarla con L'Harmattan! La semana pasada firmé el contrato con la editorial y con suerte saldrá el año entrante.
Tocará regresar a París y ponerme en contacto con los amigos que aún quedan. El plan de promocion de la editorial incluye una presentación con firma de libros en la librería que uno escoja. Sería un gusto invitarlos a todos a la librería de la
rue des Écoles, para cerrar el círculo de un retorno a una segunda casa.
La foto es del Centre de danse du Marais, con el café The Studio a la izquierda.
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