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París turista

El solo nombre invoca magia, romance. Mis primeras referencias provienen de Alejandro Dumas y Julio Cortázar; Víctor Hugo transmite lo ominoso y sombrío del Boulevar de l'Hôpital, pero lo leí después de haberlo experimentado con mi propia piel. Referentes de la ciudad le llegan a uno de Sartre, Hemmingway, Asturias, Aceituno.


A mediados de los 90, platicando una tarde con Carlos Rodas, me preguntó si conocía esa ciudad y le dije que no. «¿Que qué? ¿No conocés París? ¡Tenés que ir, hombre!» Un par de años después fui a Senegal a hacer una consultoría y el vuelo hacía una escala de varias horas en París; venía conmigo Pascale Wagner, en esos tiempos mi asistente.

Me convenció de que visitáramos la ciudad aunque fuera unas horas. Tomamos el Roissybus de Charles de Gaulle a L'Ópéra y entramos por el largo boulevard Malsherbes, en esa época del año con sus árboles casi desnudos. Caminamos a la plaza de la Concordia jalando nuestras maletas y desayunamos brioches y café con leche junto a La Madeleine. Decidí pasar otra vez al regreso y quedarme unos días.

En la escala del vuelo de retorno buscamos información turística y encontramos el hotel Apollo Opéra, bien localizado y de buen precio. Pascale siguió hacia Guatemala y yo tomé otra vez el Roissybus a L'Opéra. Jalé mis maletas cuatro cuadras al hotelito, me registré y salí a la calle.


Principié por tomar un bus turístico de dos pisos, para ambientarme. Durante los próximos días fui a la torre Eiffel, el Louvre, Montmartre, Concorde, Champs Elysées, Saint-Germain, Saint-Michel y el Musée d'Art Moderne de la Ville de Paris, donde vi una extraordinaria muestra de artistas escandinavos; me recorrí varios tramos del Sena y del barrio latino. La torre la subí hasta el último piso corriendo con un grupo de chicos estudiantes daneses. Cerca de Trocadéro me vendieron una chumpa y un abrigo de cuero falso. Il faut faire attention à Paris! me advirtió Denis, el encargado del hotel, cuando le conté; me imaginé que venía de algún pueblo del interior. Pascale me llamó una vez sin encontrarme y en broma dejó dicho que si volvía a pasar, tout est fini entre nous! Denis me dio este mensaje con evidente regocijo.


Seis meses después ,llevé a mi madre a conocer Nueva York. Al cabo de 10 días la dejé en la puerta de salida a Guatemala y yo regresé a París. Esta vez, el vuelo de American aterrizó en el aeropuerto Orly y me tocó tomar el Orlybus, que me dejó en la plaza Denfert-Rochereau, un recorrido y destino menos espectaculares. De allí tomé el tren al hotel Jardin des Plantes, frente a una de las esquinas del conocido parque.


Visité la Grand Gallerie de l'Evolution. Descubrí que la vuelta por los senderos del jardín era de un kilómetro y que cuatro me daban el ejercicio que yo quería. En una de las cafeterías cercanas conocí a un amigo que me sugirió visitar los parques Montsouries y Buttes-Chaumont, fuera del recorrido turístico y estaderos para ver y conocer a los locales.


Pasados unos días, mi bolsillo se resintió y busqué otro hotel. Encontré el Du Levant, en la rue de la Harpe. A una cuadra queda la mejor crepería de París o sea la mejor del mundo; toda es para llevar y siempre hay siete o 10 gentes haciendo cola. Por la mañana le pregunté a la dependiente dónde podría encontrar un lugar para correr y me miró como a un impertinente. Luxembourg, monsieur! me dijo con desprecio, señalándome con su brazo derecho las dos cuadras que me tocó caminar hasta el parque, en esa fría mañana de otoño.


La vuelta al jardín es de dos kilómetros, por lo que di una de ida y otra de vuelta todas las mañanas que estuve en ese hotel. Además de las crepas, había en la rue de la Harpe variedad de restaurantes turísticos, donde me comí un buen pato para podérselo presumir a mi amigo Juan Lacape, diciéndole que, a diferencia suya, no me había tocado escupir los perdigones. También descubrí los sandwich grèque, de cordero rostizado, tomate y lechuga, acompañados de una pequeña montaña de papas fritas; la mejor compra para un almuerzo de pobre.

En la muestra de artistas escandinavos del Musée d'Art Moderne había un cuarto vacío y oscuro. Al fondo se vislumbraba un resplandor rosáceo. Entré y caminé hasta donde estaba: los chicos habían conseguido permiso para instalar una esquina de plexiglás rosado en esa sala del museo. A través de ella se miraba la ciudad en una tonalidad rosada: uno veía La vie en rose. Estaba prendado.



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