Hace algunos años leí, en una buena fuente, que en los años 70 Vladimir Putin anduvo de mochilero por Europa, llevando consigo una guitarra. El autor del artículo compartió una descarga musical que hizo con él, en algún parque de París. Después Putin consiguió trabajo en la KGB, destruyó sus archivos en Dresden en 1989, fue seleccionado para suceder a Yeltsin en 1999 y ha seguido haciendo historia. La anécdota de su etapa de mochilero me recordó la mía.
A principios de los 70, con una amiga nos fuimos a jalón de Nueva York a San Francisco y regreso. Nos llevaron en sus carros, camiones, buses y SUV toda clase de gringos; amas de casa, choferes urbanos, marinos de vacaciones, apostadores de Las Vegas, viajeros iguales que nosotros, camioneros, hippies y hasta un corredor de Fórmula 1. Además de darnos jalón, nos invitaban a sus casas o compartían lo que llevaban de comer, beber y fumar; en una ocasión nos pararon los temidos policías Rangers de Texas y por suerte el piloto había escondido bien la bolsa de mariguana, si no también nos habrían dado hospedaje en alguna de las cárceles de ese estado.
Podría contar varias anécdotas de ese viaje. Cuando pasamos por Colorado bajamos a pie el Gran Cañón y durante la noche casi nos congelamos; a diferencia de un volcán, en un cañón al día siguiente a uno le toca subir y no bajar. Al jugador de Las Vegas se le descompuso el VW y se lo arreglé usando el truco de medir la distancia entre los platinos con una carterita de fósforos; estaba tan impresionado que me dejó manejar su carro hasta San Luis, mientras él dormía en el asiento de atrás, su pistola en la guantera. El corredor de Fórmula 1 compartió lo que según él lo hacía un buen piloto: cuando le sucedía cualquier emergencia - se le reventaba una manguera de aceite y oscurecía el parabrisas, por ejemplo - él sentía que el tiempo de repente transcurría muchísimo más lento y podría resolver la situación con toda la calma del mundo.
Hay varias más, pero el hecho es que atravesar todo el país en diagonal ida y vuelta me permitió conocer a los gringos comunes y corrientes; no académicos, no universitarios, no policías de Migración, sino una muestra de gentes de muchas avenidas de la vida. Como consecuencia, aunque deplore las actitudes del gobierno gringo y su imperialismo y xenofobia, no puedo satanizar al gringo común y corriente: los conocí en sus casas, me dieron de comer, beber y fumar, compartieron lo que tenían conmigo. Tampoco me engaño: sé que estos mismos gringos eran en su mayoría de pensamiento imperialista y xenófobos, aunque con nosotros se hayan portado todos tan bien, pero los conocí como seres humanos.
Me pregunto cómo habrá afectado el imaginario de Putin su experiencia como mochilero y trovador en Europa, si es que la anécdota es verídica. Esa experiencia no va a influenciar su política exterior, sería ingenuo aun imaginárselo. Sin embargo, en algunos de los circuitos de su memoria todavía seguirán grabadas esas impresiones y al menos en esas secuencias antiguas le seguirá siendo imposible satanizar a los europeos. Será interesante ver si aquellas andanzas juveniles se ponen de manifiesto de alguna forma, por ejemplo como una mayor flexibilidad en la mesa de negociaciones o como una mayor comprensión de las enormes ilusiones de muchos ucranianos por ser europeos.
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