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Semanas Santas




La primera que se me viene a la mente pertenece a la época cuando vivía en la colonia Centroamérica. Mi abuela se había enfermado y mi madre me pidió que le llevara una gran lata de sardinas La Sirena y un paquete de galletas de soda. El Miércoles Santo me fui en camioneta desde la colonia hasta la casa de vecindad cerca de la Aduana, donde ella alquilaba un cuarto.



Esa misma abuela me llevó a ver las procesiones uno o dos años después. Era cerca de la iglesia Santo Domingo y odié las apretazones, el calor y no me agradaron las expresiones de tortura en las caras de los cristos y los santos. Mi abuela me compró un helado y ese fue el recuerdo más positivo de mis procesiones de infancia.



Estelita, la vecina de enfrente, sabía hacer un excelente bacalao a la vizcaína y una Semana Santa nos convidó. A mi madre le encantó y le pidió la receta. Desde entonces y hasta que murió, todas las Semanas Santas se las ingenió para hacer una deliciosa olla de bacalao, primero sola y después en consorcio con mis hermanas; las que se quedaron viviendo en Guatemala siguieron con esta tradición.



En los Estados Unidos no se celebra gran cosa, excepto por el Domingo de Pascua. La tradición es esconder huevos de chocolate para que los niños los encuentren. Cuando estudié allí becado ya era más que un adulto, pero más de alguno me comí.



De vuelta en Guatemala, vivíamos ahora cerca del parque Isabel, la Católica. Tono Sandoval me había prestado un terreno en Lo de Ramírez. Fui a hacerle algunos arreglos, me comí una piña con las manos después de saludar a todos los lugareños y me di una gran enfermada del estómago que me duró el resto de la semana.



Viviendo con una pareja en la zona 9, Barry un amigo de su papá nos prestó su velero en el río Dulce; no para navegarlo, sino sólo para quedarnos allí. Nos dio instrucciones detalladas de cómo prender la estufa, qué hacer y sobre todo qué no hacer mientras estuviéramos en su preciado barco. Nos llovió toda la semana y aproveché para leer el libro Superships, más de 300 páginas dedicadas a los tanqueros petroleros. Fue mi introducción al río Dulce.



Nos separamos con esa pareja, pero seguí siendo amigo de su papá Bob. Para una de las Semanas Santas que siguieron me prestó la casa que Barry le había construido. Fui con mi hermana Lilian, remolcando un catamarán. Lo armamos y echamos al agua, pero en la entrada del Golfete las holas estaban tan crecidas que no pudimos pasar y nos regresamos al puente. Un marinero gringo con un velero grande nos remolcó y aunque las olas y el viento seguían igual, rasgamos una vela pero logramos pasar. Yo llevaba una máquina de escribir portátil y aproveché para escribir algunos fragmentos que ni en la memoria quedan.



Otra vez alquilamos un velero en Belice con Teddy Frank y mi pareja. Por mi apellido, los dueños pensaron que era el vicepresidente de la república de esa época o su pariente y nos tenían lista una botella de champán, pero al enterarse de la verdad se la ahorraron. Nos hicieron una prueba y al ver que no sabíamos mucho de veleros grandes nos asignaron un piloto. Navegamos a Placencia y de allí hicimos varios viajes ida y vuelta a los cayos de Ranguana. El piloto era de por esos lados, conocía el entorno y nos pescó y cocinó un enorme pescado estilo veracruzano. Timoneé el velero para entrarlo a la bahía de Belice, con tan fuerte viento y oleaje que hasta el curtido piloto se asustó.



Teddy voló de vuelta a Guatemala y nosotros agarramos a jalón hacia El Petén. Nos llevó un señor que iba nada más hasta los alrededores de Belmopán, pero nos dijo que al día siguiente iba para Melchor de Mencos y que nos lleváramos su carro y se lo dejáramos donde un familiar. Así lo hicimos, agradecidos por la inédita confianza.



Otra vez, mi amigo Johnnie había construido una casa en Las Lisas y nos invitó. Llevaba cualquier cantidad de comida y bebida y no nos dejó contribuir con nada. Todos sus vecinos eran amigos, entre ellos Walter y Rafa, a quien fuimos a saludar.



Rafa: Esta hielera me la traje de la fábrica.


Eduardo: Ah, qué bien.


Rafa: Esta cubeta me la traje de la fábrica.


Eduardo: Ajá.


Rafa: Esta otra cosa me la traje de la fábrica.


Eduardo (Entendiendo): ¿Fábrica de qué tenés?


Rafa: Cerveza.



La diversión favorita del grupo era lo que llamaban el partido de futbol, que consistía en juntarse a tomar tragos de ron con gaseosa. Cada trago que alguien se terminaba a ritmo normal era un gol para su equipo. Si alguien era sorprendido calentando su trago, se marcaba fávol y el infractor debía terminárselo de un tirón y servirse otro. Caminamos de la casa de Rafa a la de Johnnie en completo estado de ebriedad, pero en esos tiempos no era tanto lo que afectaba o no importaba.



El Jueves Santo sacamos el Hobie 14 de Johnnie y nos la pasamos veleando detrás de la reventazón un par de horas, haciéndole compañía a un camaronero y turnándonos el timón. A eso de las 2:30 decidimos entrar y vimos que las olas se habían agigantado, como es normal en el Pacífico a esas horas. Johnnie timoneaba y le grité que no viera para adelante, sino para atrás, que era de donde venían las olas.



Johnnie: ¿Qué?


Eduardo: ¡Que mirés para atrás!


Johnnie: ¿Qué qué?


Eduardo: ¡Mirá para atrás!



La pared de agua verde translúcida de tres o cuatro metros cayó sobre nosotros, dándonos vuelta y hundiéndonos. Toqué el fondo de arena y me impulsé hacia arriba, pero quiso la suerte que topara contra el velero y me volviera a hundir. Con el aliento que me quedaba me volví a impulsar y esta vez salí a la cresta de una de las olas. Vi a Johnnie en el valle de la precedente y le pregunté a gritos si estaba bien. Entre acezados, me dijo que sí. Salimos a la playa arrastrando los pedazos de velero. Uno de sus amigos era bombero y al ver el lance corrió con su hacha y procedió a seguir despedazando el barco, con la idea de sacarlo con más facilidad, mientras nosotros le gritábamos que parara, que estaba bien, que lo podíamos sacar sólo así. El resto de la semana se la pasó narrando cómo nos había rescatado.



Un año después nos fuimos con mi pareja al río Dulce. En mi terreno no había nada más que los seis postes que hasta hoy sostienen la cabaña. Hicimos un refugio con hojas de palma y la pasamos en compañía de Chechi, a quien nos encontramos por casualidad en Lívingston. Durante las noches, don Juan se encargó de mantenernos entretenidos con sus historias, leyendas, cuentos e invenciones.



Mis amigos Robert y Rafa tenían una finca en el Golfete y me fui a pasar con ellos la siguiente Semana Santa. Todos los días salimos a velear en el Golfete con Diana, la hija de Robert, Vivian, la hija de Rafa y un amiguito de ellas a quien apodamos Butifarra. Sol, viento, vela, ron, buena comida y buena compañía, día tras día.



Tuve una pareja costarricense que me vino a visitar la siguiente vez. Para entonces ya había construido un cuarto y una cocinita en la cabaña y nos quedamos allí medio acampados. Fuimos a Lívingston, pero en esa época algunos garinagu se estaban resistiendo al turismo y una noche nos gritaron un par de cosas feas, pero no pasó a más. Visitamos a Rafa y Robert en su finca y Rafa nos sacó a esquiar.



Con mi pareja chapina nos peleamos justo antes de la Semana Santa. Ella se fue con un grupo de amigos a Quetzaltenango y yo me fui solo al río Dulce; le dediqué una hermosa canción desesperada, que me salvó la noche del Martes, pero sólo guardo el recuerdo de su desesperanzada luz. Don Juan me hizo compañía y cocinamos un pato a la naranja para Robert y su familia, quienes habían salido a velear a la bahía de Amatique, pero ya no pasaron y nos lo comimos nosotros.



Un Lunes Santo pocos años después me comenzó a doler una muela y llamé a mi dentista, quien me recetó un tratamiento de canales y me sugirió llamar al ortodoncista. Lo llamé el martes y quedó de comunicarse el miércoles para ver si me podía atender, pero no llamó ni se comunicó y pasé el resto de la semana encerrado en un apartamento con el peor dolor de muelas, tomando analgésicos sin parar y leyendo un par de excelentes libros de Richard Feynman. El sábado fui a un servicio odontológico de emergencia, me hicieron el tratamiento y el domingo bajé a la casa de Johnnie a celebrar, con agradecimiento, el fin de esa semana.



Hicimos las paces con la pareja chapina y para otra Semana Santa nos fuimos al río Dulce, donde ahora tenía un trimarán de 32’ que con Johnnie habíamos comprado y reparado. Lo veleamos desde el puente hasta la cabaña parando un momento en el muelle de la finca de Robert, quien no estaba. Calculé mal y no logré llegar al muelle, pero en un arranque de Indiana Jones tiré un lazo a uno de los postes, lo enlacé y logramos arrimarnos, impresionando a mi pareja con mis habilidades. Al día siguiente bajamos a Lívingston y veleamos un par de horas en la bahía de Amatique; la profundidad era tan poca en cierto punto que nos quedamos varados, lo cual disipó mi imagen de Indiana Jones.



Me fui un Miércoles Santo a visitar a unos amigos que tenían una casa en San Marino remolcando una Wave Runner. Hubo buena compañía, comida, bebida, diversión y un poco de romance. El Viernes Santo a eso del as 3:00 estaba abriéndome paso entre una molotera de gente para comprar un poco de hielo en la única venta que había, la cual había jurado evitar.



Más que memorable fue el viaje a Placencia con Pascale. Salimos de la cabaña un Domingo de Ramos de madrugada en la lancha PK2, que Inmer me había construido en pago parcial por haber dejado caer y arruinado el mástil del trimarán. Tenía un motor de 50 HP cuatro tiempos y llevábamos un tanque de gasolina extra. Llenamos en Lívingston, navegamos a la punta de Manabique y de allí enfilamos norte franco hacia los cayos Culebra, a donde llegamos hora y media después.



Los cayos Culebra son dos islotes de arena blanca con un estanque de agua turquesa en medio. Almorzamos un par de sándwiches y seguimos hacia Placencia, lo que nos tomó hora y media más. No hubo necesidad de conectar el segundo tanque: el motor de cuatro tiempos demostró su economía y con seis galones logramos llegar.



Varios amigos se habían ido en sus lanchas, incluyendo uno que se gastó 600 galones de gasolina sólo en el viaje de ida. Nos juntamos en Placencia, cenamos juntos un par de veces y nos gozamos la pequeña playa frente al hotel. El Miércoles Santo tuve una premonición y le dije a Pascale que nos regresáramos. Salimos el jueves temprano, programé el GPS para doblar hacia Punta Gorda a mitad del trayecto, pasamos a chequear migración, llegamos a Lívingston a media tarde, comimos algo y estábamos en la cabaña con tiempo de sobra antes del atardecer. El clima empeoró a partir del viernes y para una lancha de 20 pies habría sido difícil, aunque no imposible, regresar.



Unos años después, regresamos con Pascale remolcando el catamarán. Veleamos con su hija Victoria en el Golfete dos o tres horas con una brisa firme y fuerte y nos la pasamos casi todo el tiempo en el trapecio. Vic tenía entonces 16 años y no habló durante toda la tarde; se portó plomosa, pero igual se gozó la veleada y después se arrepintió de haber estado tan callada. Pascale nos esperó en la lancha, distrayéndose con avistamientos de manatí.



Hubo más idas al río Dulce, a veces con Pascale y a veces con amigos. También un colazo en moto a la Antigua, vía Escuintla, para un Viernes Santo. El resto de las Semanas Santas lo he pasado en Amatitlán, con amigos que vienen, comemos, bebemos, platicamos, a veces veleamos y luego se van.



Mi vecino y amigo Juan Ortiz cumplía años en los primeros días de abril y agarró la costumbre de celebrar con un almuerzo de bacalao a la vizcaína el Jueves o Viernes Santo. Fuimos varios años hasta que Juan murió. De manera sorpresiva, mi gusto original por el bacalao se combinó con la tradición de almorzar en la casa de Juan y agarré la costumbre de hacer bacalao para Semana Santa yo también. Con mi hermana Carmen hacemos concurso a ver a quién le queda mejor y aunque ella siempre gana nos da la excusa para juntarnos y compartir.



Perdí la costumbre de hacer viajes largos en esta época, a causa del tráfico y las aglomeraciones, aunque de vez en cuando todavía me animo. En todo caso, la Semana Santa sigue siendo un rompimiento de la rutina, con exceso de comida, bebida y socialización. Lo que no encuentro por ningún lado es la religiosidad que trató de inculcarme mi abuela, pues al narrar lo que hecho en las anteriores me doy cuenta de que siempre ha predominado lo lúdico.



Sería inexacto decir que respeto a los creyentes porque en realidad respeto a toda la Humanidad, cualesquiera que sean sus creencias; a los musulmanes, a los hinduistas, a los practicantes del vudú, a los que creen en la astrología, a los terraplanistas y hasta a los que creen en los ángeles. Todos estamos haciendo lo que podemos por vivir nuestra cotidianeidad ante el aterrador misterio del Universo y la certeza definitiva de la muerte.



La Semana Santa que recién terminó fue sensacional, con visitas de gente querida, un buen bacalao y un rompimiento multifactorial de la rutina. Al final, sin embargo, también tuvo un elemento de sacrificio y posible redención, pues en su último día leí la historia de Aaron Bushnell, el soldado de la fuerza aérea gringa que se prendió fuego delante de la embajada de Israel y murió quemado al grito de «¡Palestina libre!» Este texto, entonces, se volvió un homenaje a quien se sacrificó el 24 de febrero por nuestros pecados de tolerar, no denunciar o promover el genocidio del estado sionista contra el pueblo palestino.



Que sea la redención tomar conciencia de un crimen contra la Humanidad que sigue en marcha y nos nazca la voluntad de hacer lo que esté a nuestro alcance para que se detenga y no se repita en ningún otro lugar del mundo. El espíritu humano debe resucitar, si todavía no lo ha hecho y unirse al coro de Aaron Bushnell: «¡Palestina libre!» Aaron se crió en una comunidad cristiana y quizás adquirió cierta actitud mesiánica, que expresó de la manera más elocuente, trágica y oportuna, llenando de nuevo significado esta Cuaresma con su voluntaria inmolación.


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