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Su majestad, el lenguaje

Nuestro genoma es más parecido al del chimpancé (98.7%) y al del bonobo (98.6%) que al del gorila (98.0%)[1], pero con éste tenemos mayor semejanza, en apariencia y tamaño. Nuestra cercanía genética con los simios africanos es obvia y testifica nuestra naturaleza evolutiva. Como toda evolución, la nuestra conlleva cambios cuantitativos y cualitativos, entre los cuales el lenguaje es el más espectacular.

Hay una diferencia fundamental entre los sonidos que emiten algunos animales y las palabras humanas, aunque al escuchar a un reguetonero esto no parecería obvio. Los cantos de los pájaros, los chillidos de los monos y los lamentos de los manatíes son icónicos: se refieren a una cosa a la vez; los vocablos humanos son simbólicos: una palabra tiene significados que dependen de sus referentes y por lo tanto pueden ser distintos para cada persona.


Los pájaros cantan anunciando la lluvia o cuando buscan pareja, pero nunca se ha visto que lo hagan con el propósito de ponerse de acuerdo para atacar a los humanos, excepto en la película de Hitchcock. Los monos vervet (Chlorocebus pygerythrus) tienen tres tipos de llamado, uno para advertir a los demás sobre la presencia de leopardos, otro para prevenir sobre culebras y otro para prevenir sobre las águilas, pero nunca se ha sabido que avisen cuando ya estos depredadores ya se fueron. Los manatíes emiten chillidos de estrés en situaciones de miedo o ansiedad, parloteos agudos principalmente entre las mamás y sus crías y llamados para jugar con otros, pero no pueden advertir a los demás en caso venga una gran lancha de hélice, de las que tanto daño les hacen. Los sonidos de los animales son icónicos en el sentido que un tipo de sonido representa una cosa y viceversa.


El lenguaje de los humanos se distingue de los sonidos de los animales en forma cualitativa. Para empezar, mentimos; si no, que lo diga Pedrito, el de «ya viene el lobo». Además, cada palabra, de cada persona, tiene el sentido que le dan los referentes que adquirió al aprenderla y los referentes de todos los individuos son diferentes, lo cual matiza el significado de las palabras. Un ejemplo sencillo: cuando escucho la palabra hoja se me vienen a la mente las matas de fresa que había en el jardín del colegio y ahora también las arecas de mi patio; los referentes también evolucionan con el tiempo y los de cada lector van a ser diferentes para la palabra hoja.


Lo mismo sucede con vocablos más abstractos, como justicia, belleza, bondad, malicia y libertad. Mi referente inmediato de esta última es andar en moto sin casco, pero estoy seguro de que para un periodista encarcelado es algo distinto. Quien dice «te quiero» casi siempre tiene referentes un poco distintos de quien lo escucha para esta palabra, lo cual ha causado no pocas amarguras.


Por ello es que las palabras son simbólicas y no icónicas. Un vocablo simboliza los referentes que lo conforman, o sea quiere decir lo que éstos representan, pero no es lo mismo que ellos. Cuando yo digo hoja no quiero decir hoja de fresa ni hoja de areca, sino hoja en un sentido general y quien lo escucha lo relaciona con sus propios referentes.[2]


Además de crear disonancias, a veces divertidas y a veces trágicas, la naturaleza simbólica de las palabras tiene una importancia mayor: nos da capacidad simbólica, la capacidad de representar una o varias cosas por medio de un vocablo o un concepto. Generalizamos la naturaleza simbólica del lenguaje al resto de nuestra forma de pensar y por ende a nuestras vidas. Felicidad, bien, mal, vida, muerte, amor, paciencia y olvido son conceptos que cada quien llena con sus propios referentes y por lo mismo que son adquiridos son también cambiantes con el paso del tiempo.


Pasamos nuestras vidas esforzándonos por alcanzar la felicidad o el amor y huyendo de la muerte o del olvido, cuando en el fondo se trata nada más de simbolizaciones de algo concreto. Ser feliz es una experiencia cotidiana, producto de lo que hacemos a cada hora y hasta a cada instante y el amor se manifiesta en cada pensamiento y en cada gesto. Donde la cosa se pone seria, por no decir fea, es cuando se habla de riqueza, poder, inseguridad y otros conceptos cuyos referentes parecen infinitos y cuya satisfacción involucra a las demás personas.


Un chimpancé codicia un racimo de bananos, en tanto que un humano simboliza esta codicia y lo quiere tener todo. Un gorila quiere ser el más poderoso de su banda, pero un tirano quiere dominar el mundo. La cría de un bonobo se aferra a su madre, mientras que una persona insegura siempre anda viendo de qué agarrarse: nunca confía en su propia tranquilidad y la que le dan sus allegados. La simbolización nos saca de la realidad concreta y nos transporta a la imaginaria.


También hacemos muchas cosas positivas gracias a nuestras simbolizaciones. La solidaridad entre primates de una misma banda se simboliza y se convierte en altruismo. Compartir entre hermanos se encarna en solidaridad y fraternidad hacia nuestros semejantes. Tenderle la mano a un compañero caído se generaliza a través todos los cuerpos de bomberos del mundo. Otras simbolizaciones son más difíciles de clasificar, como por ejemplo querer ser famoso por haber sido el favorito en la familia o lo opuesto.


Parecería una lucha entre el Bien y el Mal, pero no hay tal cosa. El Bien y el Mal son agregados o conjuntos de simbolizaciones, el primero de impulsos cooperativos y el segundo de impulsos egoístas a ultranza. Tampoco hay una lucha entre el Bien y el Mal, sino nada más las contradicciones inherentes a las simbolizaciones de nuestros impulsos primates en un sentido o el otro y sus derivados.


Tampoco es todo tan caótico: como en la segunda ley de la termodinámica, también existe una direccionalidad. Las simbolizaciones nacen del lenguaje y el lenguaje tiene una naturaleza cooperativa desde sus más tempranos orígenes. Nuestros nobles ancestros homínidos en África Oriental se tuvieron que ir poniendo de acuerdo en el significado de las palabras que iban creando, en un proceso propositivo, de prueba de error; una especie de ley del más fuerte en la selva idiomática. Se proponía una palabra para nombrar algo y el resto de la banda lo adoptaba o no. El consenso, una práctica cooperativa, al final prevalecía.


También se pusieron de acuerdo en usar las palabras en vez de la violencia para resolver sus conflictos y diferencias. El diálogo fue reemplazando a los garrotazos en cada vez más casos. Las mujeres fueron prefiriendo a quienes las convencían por las buenas más que al que trataba de llevárselas a la cueva arrastradas del pelo. El lenguaje resultó simbolizando, juego de palabras obvio, la cooperación.


La direccionalidad aplica a la cooperación gracias al principio de la física conocido como dependencia de sensibilidad a las condiciones iniciales (DSCI). Al simular sistemas meteorológicos, el matemático Edward N. Lorentz se dio cuenta de que el cambio más pequeño en las condiciones iniciales de un sistema se amplificaba de manera irrevocable conforme el sistema se desarrollaba, causando efectos notables en su naturaleza. Esto dio lugar al famoso ejemplo de la mariposa, según el cual el aleteo de uno de estos insectos en Brasil puede parar causando un tornado en Texas, metáfora que se ha utilizado de manera amplia y generalizada en la cultura popular a través de novelas, películas y hasta en juegos de video.


La cooperación, presente desde el inicio en el sistema de símbolos que es el lenguaje, se ha ido amplificando desde entonces, a pesar de nuestros impulsos egoístas a ultranza. Los ejemplos más claros se expresan en los derechos humanos, los derechos de género y los derechos de las minorías, los cuales hemos visto amplificarse en el transcurso de nuestras cortas vidas, aunque falte todavía demasiado para decir misión concluida. Como en la segunda ley de la termodinámica, otras irregularidades iniciales dan lugar complejidades, a veces contradictorias.


Conforme nuestras necesidades colectivas sigan haciéndose evidentes, en la medida que los cambios climáticos, las guerras, la pobreza y la desnutrición amenacen nuestra existencia como especie, la cooperación seguirá perfilándose como la solución. No es que el Bien vaya a prevalecer sobre el Mal, sino que, haciendo uso de algo que de todas maneras sigue creciendo entre nosotros, tendremos mayores oportunidades de sobrevivir. Claro que en cualquier momento algunos personajes con poder pueden decidir que la única forma de mantener ese poder e incrementarlo es usando armas termonucleares y allí se puede acabar la Historia, pero con esta salvedad la cooperación se irá volviendo, cada vez más, la forma de resolver conflictos.


No se trata de pensamiento positivo, sino de teoría de sistemas. Si un sistema, en este caso el lenguaje que es esencial a lo humano, tuvo entre sus bases iniciales la cooperación, la contiene como parte de su naturaleza, le es germinal e inherente. Es predecible, entonces, que se vaya manifestando conforme el sistema se desarrolla, sobre todo si confiere, como en este caso, ventajas evolutivas o de supervivencia.


Gracias al desarrollo de la capacidad simbólica, este sistema ya no es sólo el lenguaje, sino comprende también a toda la cultura humana; sus sueños y aspiraciones, sus miedos e inseguridades. Conforme este sistema más complejo que es la Humanidad se siga desarrollando, el germen de la cooperación se seguirá manifestando en forma paralela. Dicho de otra forma, en nuestro pasado ancestral tenemos de dónde echar mano para fortalecer el espíritu cooperativo que necesitamos para sobrevivir.


Si el lenguaje se hubiera desarrollado sobre la base del egoísmo y no de la cooperación, nuestras primeras palabras habrían sido de rechazo o de insulto y en poco tiempo habríamos vuelto a recurrir a la violencia. Claro que lo más probable es que hubo un poco de las dos cosas, pero la cooperación tuvo que haber sido más necesaria y además confiere más ventajas evolutivas a nivel global, por lo que de manera consciente o inconsciente la seguiremos privilegiando. Para bien y para mal, el desarrollo del lenguaje nos diferenció de los grandes primates, nuestros primos genéticos y nos trajo hasta el presente nivel de complejidad. Con la salvedad expuesta, nuestra evolución seguirá desenvolviéndose mientras le sea posible y la cooperación, potenciada gracias a su papel en el lenguaje, se irá volviendo cada vez más importante.


Cultivar el lenguaje da la sensación de estar trabajando con lo que nos hace humanos, además de un placer estético. Este pensamiento sirve de consuelo cuando toca ajustar para pagar las cuentas. Además, a diferencia de las demás artes casi todos podemos escribir y estamos en libertad de hacerlo, aunque para los lectores algunos de los textos parezcan tan incomprensibles y repetitivos como el reguetón.


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