Conocí a José Antonio Urrea Santoveña en el barrio de Matamoros. Era integrante de la cuarteta Maco, Chalo, Tono y Ortega, conocidos no por el ciclismo sino por su amor a la parranda y al futbol; eran de capa media, mejor vestidos y hasta fresa, comparados con el resto de arrabaleros. Viví allí sólo un año, pero me marcó porque lo seguí frecuentando durante algún tiempo y lo considero mi barrio. Aprendí a tocar la guitarra, a jugar ajedrez, a tomar cuartos de Indita con coca y he mantenido a algunos de aquellos amigos hasta hoy día. Para ellos, era impensable que uno no supiera tocar guitarra, jugar ajedrez y futbol, o no que no estuviera convencido de que el barrio y Guatemala eran lo mejor del mundo.
Al igual que Maco, Tono trabajaba en Canal 3 y siempre mantenía plata entre la bolsa. Se daban el lujo de invitarnos a nosotros los desempleados a un trago de aguardiente en la cantina del Chacatay, frente al mercado Colón, o a un litro de cerveza en la tienda de la Amparito. Chalo era el rockstar, tocaba el bajo en el conjunto Los Castells, mientras que Ortega trabajaba en algo de Auditoría o Contabilidad.
Como jugador de futbol, Tono estaba arriba del promedio. No era de los que se decían parís o nonis para escoger a su respectivo equipo, pero sí de los primeros en ser seleccionados. Las estrellas eran el negro Saldaña, Ricardo y Leonel Castro – Pabrut –, quien fue reclutado por el Municipal, llenándonos de admiración y envidia. Para lo que Tono era mejor era para mezclar tragos y hacer ceviche; no sé dónde ni cómo encontró la receta, pero en el barrio fue el primero en preparar este popular y delicioso coctel, que él siempre hacía con conchas de burro; negras, de tamaño mediano y de la familia Arcidae, que había que ir a comprar al mercado de la Parroquia.
Otra cosa que lo distinguía era su sentido del humor. Nunca se enojaba y cuando lo hacía siempre les encontraba el lado simpático a las cosas. Tenía los incisivos grandes, de conejo y esto le daba una sonrisa infaltable y siempre bienvenida.
A veces se pasaba, como cuando lo invitaba a uno a almorzar a su casa en la Avenida de los Árboles. Como era usual, uno se portaba tímido al estar comiendo en casa ajena y Tono, haciéndose el amable, insistía en que se sirviera más de alguna cosa. Cuando uno lo hacía, él decía: «Vos, pero tampoco tanto porque faltan los de la casa», soltando una carcajada, al ver que uno se ponía más chiveado todavía.
Beber alcohol era sinónimo de comer rico; las cantinas se escogían por sus buenas bocas y Tono era el experto. Me llevó a conocer el bar La Sonrrisa (así), conocido como La Gúicha pata de loro, donde tomarse un trago era como almorzar porque servían una taza de sopa, tortillas con algo rico, papas y otras delicias de la cocina popular guatemalteca, junto con el octavo de guaro que uno pedía. El primer año que regresé de estudiar nos fuimos a celebrar donde la Gúicha; hay una foto del barrio reunido, todos haciéndole honor al nombre del establecimiento. También nos llevó a conocer el comedor Las Palmeras, cerca de La Parroquia, donde se podía pedir una maleta de frijoles con crema a las cinco de la madrugada, después de una noche de parranda; y al bar Damasco en la 10ª calle, con bocas de la mejor calidad.
Tono era bien parecido, además de simpático. Delgado, de mediana estatura, con una barba negra que se le notaba a pesar de que se la rasuraba todos los días y la barbilla partida. Hubo un tiempo en que se llamaba a sí mismo El Muñeco. Contaba un chiste, de la hermana de un alter ego suyo que se había hecho monja y que, según el chiste, se había desposado con Cristo. Tono agregaba: «¡Ni mierda de cuñado tiene el muñeco!», acariciándose la barbilla. Fue novio de una de mis hermanas durante algún tiempo, hasta que su afición por la bebida los separó.
Algunos de la cuarteta conocieron a unos homosexuales, no sé si eran los que atendían la cantina del Chacatay u otros. El chiste era que uno de ellos le pidió a su pareja que lo acompañara a hacer algo y el otro le puso como condición tener sexo, diciéndole «pero con movida, verdad vos». De allí en adelante, cada vez que alguien le pedía a Tono que lo acompañara a algún lado, o algo, él le decía «pero con movida, verdad vos» y soltaba la carcajada.
Maco se hizo médico, Chalo fue y sigue siendo músico y empresario de sonido, Ortega trabajó en Cementos Progreso hasta su jubilación y Tono se quedó con su diploma de la secundaria. Hizo trabajos varios y nunca fue un desempleado, pero sí experimentó altibajos. Durante uno de los bajos lo contraté para que me diera una mano en un programa de electrificación rural que yo manejaba; aprovechando su simpatía, energía y calle, le pedí que fuera nuestro enlace con las comunidades rurales, la mayoría indígena.
Le fue muy bien. Tan así que cuando decidí hacer una asamblea de comunidades no electrificadas le pedí que se encargara de invitar a los líderes de todas las aldeas que había visitado y se dedicó a esta tarea con gran entusiasmo, con el apoyo del resto del equipo. La asamblea se realizó en el hotel Dorado Americana, hoy Barceló.
Llegaron unos 2,500 líderes rurales de comunidades sin electricidad. Cuando entré, sentí el olor a pueblo: a sudor del sombrero, a pies descalzos; como si fueran armas, los compas dejaron docenas de machetes en la entrada. Compartí la mesa directiva con algunos colegas y con el entonces ministro de Energía y Minas, Leonel López Rodas, quien al subir al podio me miró con los ojos bien abiertos y me dijo «Esto es grande, usted». A partir de aquel momento vio la electrificación rural con los ojos del político que se estaba volviendo.
La asamblea nos dio impulso y el siguiente paso fue hacer un plan para crear un fideicomiso de electrificación rural. Se lo llevé al ministro, me dijo que le parecía bien y allí paró la cosa, pero a los pocos meses el gobierno sacó a la venta el sistema de distribución eléctrica rural del INDE; participaron en el concurso una empresa venezolana y Unión Fenosa, la española que ganó. Para mi sorpresa, el monto total de la venta, unos USD 220 millones, fue puesto en un fideicomiso de electrificación rural, para que Unión Fenosa lo invirtiera en extensiones de línea a comunidades rurales y mejoras al sistema de infraestructura eléctrica que alimentaría a esas líneas.
En aquel momento, no me gustó el fideicomiso que se inventó el ministro. Lo dejó en manos de Unión Fenosa, con la supervisión del INDE, pero todos sabemos que en esas condiciones y cuando se trata de tales cantidades la empresa privada logra hacer lo que le conviene. Invita al funcionario público a un viaje a Madrid con todo pagado y al regresar éste le firma cualquier papel. El resultado fue que esos fondos se invirtieron en mejoras al sistema más de lo que me habría gustado, comparado con extensiones de líneas a las comunidades.
Hace unos días, le di una mano a mi amigo y colega Hugo Arriaza, quien sigue trabajando en electrificación rural, en la revisión de un informe para la CEPAL. En sus primeras páginas me topé con este párrafo: «El índice de electrificación rural pasó del 62% en la década de los 80 al 92% en 2022. Esto fue resultado del fideicomiso creado originalmente por un monto de US$ 333,569,435, de los cuales, a diciembre de 2012, el INDE había aportado US$313,270,787. El fideicomiso fue operado por la misma empresa que compró los activos, la cual lo invirtió en extensiones de líneas rurales y mejoras al sistema de subtransmisión y distribución rural».
El INDE y el gobierno llegaron a invertir USD 313.3 millones. Las comunidades hicieron aportes en efectivo y en especie, acarreando postes y dándoles de comer a las cuadrillas. El fideicomiso, aunque costoso, paró teniendo resultados espectaculares. Todavía quedan unas 400,000 viviendas rurales sin acceso a servicio de electricidad y por remotas quizá les toquen sistemas fotovoltaicos, pero la parte principal ya está hecha.
Los que siempre han tenido luz no se imaginan lo que es llevar servicio de electricidad a una comunidad que nunca lo ha tenido. La primera noche no duermen; se la pasan viendo la iluminación de su casa y sus calles. El impacto sobre la vida cotidiana es radical; los niños pueden estudiar de noche, mejora la seguridad del pueblo, las amas de casa tienen acceso a algunas conveniencias y la familia se junta a ver televisión. Los habitantes rurales sin electricidad hacen hasta lo imposible por lograr acceso al servicio.
El fideicomiso del ministro dio lugar a un salto cualitativo en la tasa de electrificación rural de Guatemala. El ministro, quien después se lanzó para presidente, se inspiró a crearlo gracias a la primera y única asamblea nacional de comunidades no electrificadas, la cual le abrió los ojos. Tono Urrea fue el principal responsable de la masiva asistencia de los líderes comunitarios a aquella reunión en el Dorado Americana.
Tonito, el compañero de barrio siempre sonriente, conocedor de las cantinas con las mejores bocas, futbolista y bebedor destacado, bromista inveterado, jugó sin saberlo un papel clave en impulsar este importante vector en el mejoramiento económico y social de la Guatemala rural. Las incidencias y coincidencias de las personalidades son impredecibles. Con su camaradería, solidaridad, simpatía y gusto por hacer bien las cosas, logró hacer una gran diferencia.
La próxima vez que tenga la oportunidad de estar en una cantina con buenas bocas alzaré una copa a su memoria y a la salud de todos los amigos del barrio, pues quién sabe qué incidencias habrán tenido ellos también.
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