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Un domingo en la tarde...

Mi abuela materna tenía una voz de soprano perfecta. Una vez vino a Guatemala una ópera italiana y se la querían llevar para que estudiara canto, pero su papá no le dio permiso. En vez de eso, paró cantando de soprano de iglesia y así fue como conoció a mi abuelo, que estudiaba para cura en El Salvador; vino de visita y se enamoró. Le puso Aída a mi madre en honor a la destacada soprano guatemalteca Aída Doninelli.


Cuando éramos pequeños, mi madre trabajaba de secretaria toda la semana y los domingos en la tarde aprovechaba para ir al cine. Vivíamos en la colonia Centroamérica y ella se iba en camioneta al Centro, al Capitol, al Lux, al Capri, nombres que nos sonaban como los de oscuros portales a mundos maravillosos. Al regresar nos comentaba que había ido a ver tal o cual película de Spencer Tracy, George Peppard, Marlon Brando, Cary Grant o Glen Ford, sus amores platónicos estando recién separada de mi padre.

En su ausencia, nos llegaba a cuidar nuestra abuela María Luisa. Se ocupaba de que no nos metiéramos en problemas, lavaba nuestra ropa y nos hacía la comida. Seguido, se ponía a cantar mientras lavaba; a nosotros nos admiraba su voz, pero lo considerábamos como algo natural, una parte de sus muchas gracias, como zurcir calcetines. Cantaba el Ave María y otros temas religiosos mezclándolos con algunas canciones populares, como El rancho grande.

Una vez, estaba en la cocina picando cebolla para los frijoles, cantando ...un domingo en la tarde... Dio la casualidad de que era cabal un domingo en la tarde y mis hermanas se dieron cuenta. Le hicieron bromas y se burlaron de ella, diciendo que se pasaba los domingos en la tarde picando cebolla.


A muchos les deprimen los domingos en la tarde. Se acabó el fin de semana y las obligaciones de la siguiente se juntan como nubarrones. Yo he conocido esta sensación algunas veces, viviendo en Guatemala, pero por lo general en Amatitlán se encuentra algo divertido qué hacer, si no es que se tiene invitados y la tarde de domingo se extiende hasta ya entrada la noche.

Mi abuela tenía una hermana, Josefina, o la Fina. Muchas tardes de domingo la Fina también llegaba, pero no a hacer oficio, sino a contarnos cuentos. Se sabía un montón y los contaba con mucha gracia. Recuerdo Tío coyote y tío conejo, Cotonía y otros relacionados con reyes, príncipes y princesas. Nosotros le formábamos corro, sentados en el piso y la Fina nos contaba cuentos toda la tarde. Pasábamos horas, dejando la mente volar hacia sus mundos de ficción.

La Fina era costurera. Vivía sola en Jocotenango, a una cuadra del parque Morazán en la zona 2. Tenía al frente del par de cuartos que alquilaba su taller con su máquina de coser, sus metros, sus alfileteros y sus revistas de moda. Las clientas escogían, de las revistas, los diseños de las blusas y faldas que querían que la Finita les hiciera. Era una mujer delgada y narizona; una dulzura ambulante y fumaba como chimenea.

Aun antes de vivir en Amatitlán, los domingos en la tarde rara vez me han dado bajón. En un tiempo fueron espacios llenos de fantasía gracias a la tía Fina y esa magia y ese encanto persistieron a lo largo de los años. A veces pienso que también tuvieron qué ver con la motivación a dedicarme a escribir ficción.


Una receta para aliviar los bajones de los domingos en la tarde y los otros es llenarlos de ficciones que entretengan y exalten. Si no tenés quién te las cuente, ¡inventalas! Si tenés buena voz, me consta que también funciona cantar. Irse a meter al cine sería la última opción, pero con seguridad mi madre necesitaba un escape de su máquina de escribir y quizás hasta de nosotros.

En esos tiempos, su propia madre y su tía llegaban desde el Centro en camioneta, a cuidar a sus hijos y a echarle el hombro con las tareas de la casa y del espíritu. Quizá con la mera compañía de ellas habría bastado; a veces, mi cuate Tato Sicilia me llamaba para invitarme: «si no estás haciendo nada, venite a aburrir con nosotros». Rara vez escribo los domingos en la tarde, pero perdura el paradigma de un espacio especial y maravilloso, una profecía con propensiones a cumplirse a sí misma.


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