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Una máquina de destrucción

En respuesta al breve texto sobre animales del río Dulce, mi querida amiga Valeria Cerezo mandó sus impresiones de los tiempos cuando convivió con ellos. Comparto su aporte, lleno de sentimientos; añado que, en efecto, muchas veces los manatíes sólo enseñan el lomo.


«En total viví allá [en el río] unos 15 años. Y nunca vi un manatí. Alguna vez aluciné, quizás, con haber visto un lomo asomando, pero quien sabe; de otros animales y animalejos, ya hasta perdí la cuenta. Y como bien dices en el texto, allá todo se lo comen.


«En la casa tuvimos una cotuza borracha, que salía todos los días al restaurante a pedir vodka y cerveza —a los consuetudinarios del Happy Hour—, se la colocaba, y al rato ya iba cruzando las patas. A veces se caía del muelle y salía con la pelambre parada y tiesa, más o menos sobria otra vez, y se iba a buscar aspirinas a la bodega. Se la comieron los guardianes del vecino. También tuvimos una garza, la pobre tenía herida un ala y mi mamá y el doctor Rodríguez la salvaron —no había ni un veterinario en esa época—, pero no pudo volver a volar. Se quedó viviendo con nosotros por un buen rato, hasta que un día ya no apareció en su tronco habitual para pescar. Poco a poco fueron desapareciendo los animalitos, conforme se fueron poblando más los alrededores. De verdad somos una especie despreciable, destructora, fea. Con la muchacha, la Edna, salíamos a tirarle piedras a los cazadores de iguanas y de tortugas que se metían en nuestro terreno… era de casi todos los días. Hay una parte comprensible, por supuesto, la gente tiene que comer, pero también existe la contraparte y es que se acaban a la fauna silvestre, la arrasan indiscriminadamente. A la casa nos llegaban a vender tortugas y, por ayudar a la señora, se las comprobábamos para liberarlas después. Al rato ya era mucho, básicamente exigía que le compráramos, hasta que un día nos dimos cuenta de que nos estaba vendiendo las mismas tortugas; el guardián marcó una antes de liberarla y como a la semana regresó en la cubeta. A partir de entonces, les construimos una pileta bonita y ahí se quedaron tranquilas por años. Y la señora no regresó a vender.


«Además, les gusta matar animales porque sí, como un puercoespín de árbol, un animalejo parecido al micoleón, pero grandecito, con un collar de púas en el pescuezo, de pelaje suave. ¿Por qué la mataste?, le preguntó mi mamá al guardián… Se encogió de hombros en un mudo e ingenuo “porque sí, porque podía”. Nunca más volvimos a ver otro de esos especímenes. En la casa no se mataba ni un bicho, sólo las barbamarillas y los alacranes, por razones evidentes. De las barbamarillas sólo sobrevivió una, porque hubiera sido pecado matarla, era enorme y vieja y vivía en un tronco podrido lejos de la casa; no le gustaba que uno pasara cerca de su nido y silbaba para asustarnos.


«Es más, un día tuve que escoltar a una culebra que estaba atravesando el río, porque la estaban usando los lugareños para hacer tiro al blanco. Era una belleza, negra con manchas amarillas y medía casi dos metros. Con la Edna oímos varios disparos y salimos a ver qué era… Pues eso, la pobre cruzando el río y haciéndola de diana para esos orates. Nos subimos a la lancha y la escoltamos hasta mi casa: subió al muelle, se quedó secándose al sol y descansando, y después siguió su camino por la selvita que era nuestro terreno. Por supuesto que todos los huéspedes del hotel, extranjeros, estaban locos viéndola y tomándole fotos. Supongo que ella habrá estado muy cansada, porque no se dio por aludida. También, por años, permaneció en misterio un animalejo nocturno imposible de ver, yo sólo lo escuchaba por las noches saltando de rama en rama, muerta del miedo, porque era evidente que tenía que ser muy grande. Sonaba como a mono. Fue hasta el último año que viví allá, que al fin se resolvió: era un pajarote gordo, redondo, al que sólo alcancé a verle la cola cuta. ¡Ah! También tuvimos merodeando a un perico ligero que corrió a mi mamá y a su novio, jajaja. También tuvimos una mazacuata viviendo en el ático de la casa. Nunca la molestamos, entraba y salía por la ventana a su antojo.

Cuando llegaban huéspedes extranjeros, les aclarábamos de entrada que era la selva, y que podían encontrarse con animalitos: podían llamarnos para espantárselos si les daban miedo. Y si eran huéspedes de Guatemala teníamos que poner por escrito que lastimar o matar a cualquier animalito significaba la expulsión inmediata del hotel sin derecho a reembolso. Tuvimos que hacer eso a partir de una ocasión en que sorprendimos a unos patojos —con aval paterno— apuntándole a una nutria con un rifle de balines. Sin contar las incontables ocasiones en que los güiros sacaban tortugas del agua para “jugar” o llevárselas de mascotas.


«Y la gente con pisto no era muy diferente: mandaban a los guardianes de sus chalets a arrasar con todo lo que había en sus jardines. Qué fea es nuestra cultura. ¿Para qué compran tierra entre la selva si no quieren convivir con ella? Construyen sus casotas de concreto, feas y lujosas, desaparecen todas las especies de flora nativa y se fabrican un paraíso artificial donde no zumba ni una abeja. ¿Entonces? Y, además, con sus yates, hacen olas que socavan las orillas y arrancan árboles. La famosa isla de los pájaros ya no existe por lo mismo. El ser humano es una máquina de destrucción».


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