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Viento en popa

De pequeños nos llevaban al parque La Aurora y nos subíamos a la montaña rusa, los carritos locos, las lanchitas. Éste era el que más me gustaba, con todo y que era el más sin gracia; sólo dar vueltas a un foso circular, en pequeñas lanchas metálicas. Después nos tocó ir a vivir a la colonia Centroamérica y al otro lado de la calle vivían los España, cuyo papá era visitador médico y en la empresa le regalaron un gran cajón de madera, largo y rectangular, donde habían traído medicinas. Convencí a mis amigos que se lo pidieran y organicé un viaje faraónico desde la casa de ellos hasta una laguneta que había en el Mongoy, cerca de Kaminal Juyú; amarramos unos lazos y entre todos los patojos jalamos como bueyes, turnándonos. Lo echamos a la laguna y se le entraba el agua, pero con una vara nos empujábamos de un extremo al otro, tal vez unos 20 metros, achicando todo el tiempo. Para animar a mis amigos yo repetía algunas frases que había leído en novelas de Mark Twain; fui lector precoz.


Más adelante, becado en los Estados Unidos, un profesor asistente me invitó una tarde a a dar una vuelta en su pequeño velero, un balandro; salimos, si mucho, una hora. Esto me animó a comprar un librito de vela que aún tengo y que leía con ilusión para las vacaciones en tierra. Al año siguiente una amiga me sacó a velear frente a su casa en Cape Cod y me dio una lección inolvidable: llevaba yo el timón y llegamos a unos islotes. «Susan, -le dije-, ¿paso viento arriba o viento abajo?» «No sé -me contestó- tú eres el capitán». Esto aplica también para choferes, motoristas y pilotos de avión.

Un año después alquilamos con dos compañeros, el chino y el turco, una casa a la orilla de un lago - Indian Lake. En el invierno se congelaba y se me ocurrió hacer un velero de hielo. Hicimos una T de madera, le pusimos patines de hielo en las puntas; al de adelante, montado con un tornillo giratorio, le amarramos una pita a cada lado y la misma Susan nos prestó su vela. Ese velero de hielo agarraba velocidades de unos 40 km por hora y había que usar triples guantes porque las manos se congelaban. Una mañana de primavera salí y llegué a donde el lago se estaba descongelando; el hielo era flexible, como si fuera plástico. Allí aprendí la importancia de hacer una maniobra rápida y salir volando de regreso a casa.


Ya en Guatemala, me pasé a vivir a la orilla de Amatitlán y le compré un velero monocasco al gerente de La Curaçao, quien lo habia anunciado en el periódico. Era de lona forrado de fibra y se movía como una tortuga, pero no me importaba. Salía cada vez que podía y lo comentaba con los compañeros de la oficina de consultoría que teníamos. Una de ellos me dijo que su novio era velerista y competía a nivel internacional; que si quería me invitaba a dar una vuelta en su catamarán. Así lo hicimos y yo quedé fascinado con el Hobie Cat de René Suárez, quien me dio el teléfono de su distribuidor en Guatemala.


El lunes temprano llamé a Antonio Delgado y a mediados de semana llegué a su oficina. Sacó el catálogo, escogimos color de cascos, color de velas, trapecios, salvavidas y accesorios y me hizo la cuenta, de unos Q3,500. Le dije que me parecía bien, pero que había un pequeño problema y era que yo no tenía ¡ni un centavo! Me contestó «Ése sí es problema, usted. Pero, ¿sabe qué? Lléveselo y me lo paga como pueda». La semana siguiente lo remolcó al sitio de su propiedad en Playa de Oro, lo armamos y sin decir agua va lo eché al agua y me eché la primera veleada en mi propio catamarán.


Lo tuve unos meses en el sitio de Tono y después de que le había hecho un par de abonos me lo llevé para mi casa a la orilla del lago. Tono organizaba las regatas e insistía en que hubiera la mayor participación posible. A mí no me interesaba competir, pero para corresponder a su fineza me integré a la flota Hobie 138 y participé como amateur en varias competencias; salía de mi casa en el lado Oriente del lago, llegábamos al Relleno, bajábamos las velas y el mástil, cruzábamos el Relleno a remo, subíamos el mástil y las velas del otro lado, llegábamos al sitio para la competencia, corríamos y regresábamos a casa repitiendo la operación; locuras que uno hace a los 30 años. Luego de verme velear en forma poco competitiva el negro Skinner me animó a ser más agresivo, le hice caso y descubrí o di rienda suelta a mi competitividad.

Me engasé con las regatas y en 1983 quedé de tercero en el campeonato nacional, con Tono de segundo y Chicho Maegli de primero. A propósito, en esas regatas conocí a muchos otros chavos de familias adineradas, con apellidos como Nottebohm, Pivaral, Topke, el mismo Skinner, Keller y otros, pero en las regatas y en las alegatas después todos éramos iguales, incluyendo al mismo van Blerk que me vendió mi primer velero cuando era gerente de La Curaçao. Al año siguiente me nombraron comodoro de la flota y con todas las ocupaciones de organizar y conseguir patrocinios para las regatas me hice bolas y no pude repetir y menos mejorar mi posición en el campeonato de ese año.


Hice buenos amigos gracias a la vela. Entre ellos, Johnnie Lacape y Tono Guirola, ambos arquitectos. Uno me animó a hacer una casa a la orilla del lago y me la diseñó y el otro me la construyó. Aun ahora con Tono, mi vecino, salimos a veces a velear. He probado veleros grandes; tuve un trimarán de 34 pies en el río Dulce, fuimos de Belice a Placencia en otro alquilado y acompañé a unos gringos de Lívingston a Roatán - Tela en un velero de madera. Un velero grande es trabajo; cocinar, lavar platos, atender las velas, navegar, subir y bajar anclas. Un Hobie Cat con viento es adrenalina y endorfinas, con mucho mi favorito. Este año la época sin lluvias apenas empezó y tendremos unos cuatro meses de vela. Voy a tratar de aprovecharlos, haciendo el tiempo los jueves en la tarde y todos los domingos que se pueda. Mi velero tuvo un desperfecto, pero lo integré con el que Johnnie dejó en mi casa y está caminando bien. A propósito, viento en popa no es lo mejor para un catamarán. Lo mejor, cuando uno va a favor del viento, es llevarlo de puntal: pegándole a la esquina trasera del trampolín para zigzaguear viento abajo. Lo aprendí por el cuero en una de las regatas de Atitlán, con un viento tan fuerte que di vuelta cuatro veces; el récord fue un cuate que dio vuelta 14. El agua y la vela han resultado ser una grande afinidad y fuente de cosas buenas. Ha sido para mí desde pequeño algo natural.


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