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Lo nuestro

A principios de los 80, los hoteles de la ciudad de Guatemala se mantenían llenos de familias nicaragüenses pudientes, que venían escapando de la revolución sandinista. Lo mismo pasó a principios de los 90, esta vez con salvadoreños. En Guatemala tuvimos una guerra interna de 36 años, pero no se dieron esas emigraciones masivas por parte de guatemaltecos que tenían los medios para hacerlo.


Por su parte, los pobres, siempre han emigrado por necesidad; algunos también tienen la esperanza de hacer realidad una versión chapinizada del Sueño Americano. Sin embargo, estos emigrantes tampoco se olvidan de lo que dejaron atrás, ni de sus familias, ni de sus querencias. En 2022 lo demostraron, al enviar USD 18,040 millones en remesas, el equivalente a USD 1,036.8 por habitante, lo cual sostiene la economía del país. Esta cifra es superior a la de México, USD 440.8 por cabeza en ese año y también a la de Colombia, USD 181.5 per cápita. Sólo los gamonales salvadoreños nos ganan, con USD 1,181.8 por habitante en 2022.


No es por hacerle propaganda, pero Ducal es la marca de frijoles preparados más vendida en Nueva York, Houston, Miami y otras ciudades de los Estados Unidos; están presentes en 200,000 puntos de venta y según Nielsen representan nueve de cada 10 unidades de los frijoles preparados que se venden en ese país. Cuando viajo a Bogotá, son el encargo obligatorio de mi hermana y la primera vez que fui a vivir a París me llevé seis bolsas, que dosifiqué a razón de una quincenal.


Cuando uno está fuera también extraña los lugares que acostumbraba visitar, que van desde la esquina del barrio hasta los más afamados sitios turísticos, pasando por los bares y comederos favoritos. Sin embargo, hay una querencia más importante que todas estas: cada vez que regreso a Guatemala, ya sea por Las Chinamas, Tapachula o al pasar debajo del acueducto del aeropuerto, tengo la sensación de que voy a volver a fluir con la gente, que me encuentro de nuevo entre personas que contestan las preguntas, aunque no sepan las respuestas; que se interesan por uno al punto de ser metiches y que tienen una sonrisa a flor de labios, aunque sea burlona.


En las colectividades humanas, todo es multicausal; nada puede atribuirse a una sola razón. El apego que los guatemaltecos sienten por su terruño está influenciado por el clima, el paisaje, la comida y los entornos conocidos, pero sobre todo por las posibilidades de una interacción social sui generis, por poder desenvolverse con soltura gratificante entre sus semejantes. Resulta interesante y puede ser valioso explorar lo que nos hace diferentes como personas en lo cotidiano, qué es lo que hay en nuestra gente que nos hace sentir que estamos en casa al nomás cruzar la frontera.


Somos cordiales, aunque sea del diente al labio; interactivos, aunque no siempre pertinentes; bromistas; aunque a veces mal cayentes; empáticos así sea para aprovecharnos; y consentidores, aunque sea por la esperanza de recibir el mismo trato. No he encontrado gente igual en ningún otro de los países que he visitado. Quizá los que más se acerquen sean nuestros vecinos salvadoreños, hondureños y nicaragüenses, pero ninguno tiene, de entrada, esa misma amabilidad que a veces raya en obsequiosidad y sobre todo ese sentido del humor, que se dispara a la primera oportunidad.


No es difícil especular acerca de la proveniencia de estas características. En textos anteriores escribí que los indígenas de ascendencia maya son, en sus orígenes culturales, de una naturaleza agradecida y respetuosa hacia la vida, que los lleva a ser considerados y sociables. Añadamos el hecho que los indígenas viven en dos culturas, la de su pueblo y la ladina, la cual se han visto obligados a adoptar para desenvolverse en lo económico. Es sabido que el sentido del humor se origina en una doble toma: nace de ver una cosa o situación desde dos puntos de vista diferentes. Con la esperanza de ajustar para un trago, le pregunta un engomado a otro: “vos, tenés un quetzal” y el otro, sacudiéndose el hombro con alarma, le responde: “¡dónde, quitámelo!” Vivir en dos culturas proporciona una doble toma permanente, una propensión al humor latente justo debajo de la piel.


Esta característica y las otras mencionadas no son exclusivas de aquellos que se consideran indígenas, sino que aplican a la generalidad de guatemaltecos, con raras y contadas excepciones. La amabilidad, el humor, la empatía, el consentimiento y la propensión a interactuar describen a la gran mayoría de los que nacimos en Guatemala. Puede que estas peculiaridades sean contagiosas, pero hay una razón más profunda, expresada en el conocido dicho, en su versión chapinizada: “detrás de todo hombre, hay una mujer indígena”.


Mujeres o varones, muchos tuvimos una madre de ascendencia maya y los que no la tuvimos fuimos atendidos y cuidados, en la cuna y en la infancia, por una empleada de servicios o niñera, lo más probable indígena. Durante nuestros más tiernos años, estas mujeres nos transmitieron su consentimiento, sus gustos, su sentido del humor, su empatía y su consideración hacia los demás; adicional a mi porcentaje indígena, Elvira fue mi niñera y Lina la que me alistaba para ir al colegio, ambas con claro perfil maya. Muchos abandonamos o ignoramos estas influencias conforme vamos creciendo, pero sus rescoldos, en mayor o menor grado, están allí; se volvieron parte de nuestra personalidad furtiva y afloran en los momentos que resultan oportunos.


Todo esto nos crea una hermandad, que con cierto humor podría llamarse de leche, invisible y no siempre bienvenida, que nos hace difícil habituarnos a vivir en otros países. Esta es una de las razones por las cuales los guatemaltecos que pudieron irse durante la guerra no lo hicieron y los que se ven obligados a emigrar se van con el país a cuestas, mandando remesas e importando frijoles. Algunos aprovechan esta hermandad para explotar a sus empleados, pero esto la vuelve aún más imprescindible, todavía más difícil de abandonar.



Reconocerla es un acto de gratitud y justicia hacia esas mujeres que vivieron pendientes de nosotros en nuestra infancia y nos transmitieron su indianidad. Permite, además, reconocernos los unos en los otros y puede ser tener un peso importante en esa añorada fuerza gravitacional que dizque algún día nos permitirá trabajar juntos hacia un bien común. No hacerlo es, por el contrario, un gesto de ingratitud, si no es que de una vez de hipocresía y hasta traición.


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